Jenks resultó ser un profesor aceptable que me gritaba con entusiasmo los consejos a través de la ventana mientras trataba de salir desde punto muerto hasta que le cogí el tranquillo. Mi confianza, sin embargo, se evaporó cuando me detuve frente a la verja del camino de acceso a la mansión de Kalamack. Era impresionante, del tama?o de una peque?a cárcel. Plantas elegidas con gusto y muretes escondían un sistema de seguridad que evitaba que cualquiera anduviese por allí.
—?Y cómo habías pensado superar esto? —preguntó Jenks revoloteando para esconderse sobre la visera.
—No hay problema —dije. La cabeza me daba vueltas. Me asaltó la visión de Francis en el maletero y dedicándole mi mejor sonrisa al guarda, paré frente a la barrera blanca. El amuleto junto a la garita del guarda permaneció verde. Era un comprobador de hechizos, mucho más barato que las gafas con montura de madera para ver a través de los encantamientos. Había tenido cuidado de no usar más magia para mi disfraz de la necesaria para cualquier encantamiento de tocador. Mientras el amuleto permaneciese verde, el guarda asumiría que llevaba un hechizo normal de maquillaje, y no un disfraz.
—Soy Francine —dije sin pensar. Puse una voz aguda y sonreí como si fuera tonta; parecía que había estado fumando azufre toda la noche—. ?Tengo una cita con el se?or Kalamack? —dije intentando parecer bobalicona mientras me rizaba un mechón de pelo con el dedo. Hoy iba de morena, pero seguramente funcionaría igual—. ?Llego tarde? —pregunté liberando el dedo, que accidentalmente se había quedado enganchado en el nudo que me había hecho en el pelo—. No creí que se tardaría tanto, ?qué lejos vive!
El guarda permaneció impasible. Quizá había perdido mi encanto. Quizá debí desabrocharme otro botón de la blusa. Quizá prefiriese a los hombres. Miró su carpeta sujetapapeles y luego me miró a mí.
—Soy de la SI —dije poniendo un tono entre petulante y de fastidio—. ?Quiere ver mi identificación? —dije revolviendo en mi bolso en busca de la inexistente tarjeta.
—Su nombre no está en la lista, se?ora —dijo el guarda con rostro inexpresivo.
Me dejé caer hacia atrás en el asiento con un arrebato de rabia.
—?El chico de consignación me ha vuelto a poner Francis? ?Maldito sea! —exclamé golpeando el volante con un ineficaz, pu?etazo—. Siempre me hace lo mismo desde que me negué a salir con él. De verdad, ?ni siquiera tiene coche! Quería llevarme al cine en autobús. Por favoooor —me quejé—. ?Me imagina usted a mí en un autobús?
—Un momento, se?ora.
Llamó por teléfono y habló con alguien. Yo esperé, intentando mantener la sonrisa de cabeza hueca y rezando para mis adentros. El guarda asintió con un gesto inconsciente de aprobación al teléfono aunque su cara permanecía totalmente inexpresiva cuando regresó.
—Suba por el camino —dijo y me costó mantener la respiración normal—. El tercer edificio a la derecha. Puede aparcar en el espacio reservado a visitantes justo junto a la escalera de entrada.
—Gracias —canturreé alegremente y salí dando tumbos con el coche cuando se levantó la barrera. Por el espejo retrovisor observé como el guarda regresaba a su garita—. Pan comido —murmuré.
—Salir puede que sea más difícil —dijo Jenks con tono serio.
El camino atravesaba cinco kilómetros de un bosque fantasma górico. Mi humor se fue haciendo más apagado conforme el camino serpenteaba entre los silenciosos centinelas. A pesar del sobrecogedor sentimiento de antigüedad, tenía la impresión de que todo estaba perfectamente planificado, incluso las sorpresas, como la catarata que encontré tras un recodo del camino. Decepcionada en cierto modo, continué hasta que el bosque fue clareando y se convirtió en un ondulado prado. Un segundo camino más transitado y concurrido se unía al nuestro. Aparentemente, había entra do por la parte trasera. Seguí el tráfico, y me desvié donde había un cartel de aparcamiento para visitantes. Al doblar una curva en el camino vi la mansión de Kalamack.
La enorme fortaleza era una curiosa mezcla entre moderna institucionalidad y tradicional elegancia, con puertas de cristal y ángeles esculpidos en las bajantes. La piedra gris de la que estaba hecha se suavizaba con viejos árboles y coloristas arriates de flores. Había varios edificios más bajos adyacentes al principal de tres plantas. Aparqué en el espacio reservado para visitantes. El elegante vehículo junto al mío hacía parecer al coche de Francis el juguete de regalo de una caja de cereales.
Guardé el manojo de llaves de Francis en mi bolso y observé al jardinero que podaba el seto que rodeaba el aparcamiento.
—?Sigues queriendo que vayamos por separado? —susurré mirándome en el espejo retrovisor buscando el nudo que me había hecho antes—. No me ha gustado nada lo que ha pasado en la entrada.