Bruja mala nunca muere

Los nervios me hicieron detenerme en el puesto de golosinas. Todo el mundo sabe que el chocolate calma los nervios. Creo que hay un estudio científico al respecto. Y durante cinco maravillosos minutos, Jenks dejó de hablar mientras se comía el caramelo que le compré.

 

La parada en Ba?o y Burbujas era obligatoria. No podía seguir usando el champú y el jabón de Ivy. Y eso me llevó a una perfumería. Con la reticente ayuda de Jenks elegí un nuevo perfume que ocultase el persistente aroma de Ivy. La lavanda era lo único que casi lo lograba. Jenks aseguraba que ahora apestaba como si hubiese sufrido una explosión en una fábrica de flores. A mí tampoco me gustaba especialmente, pero si servía para que no se disparasen los instintos de Ivy, incluso me la bebería si hacía falta, así que ba?arme en ella no era problema.

 

Dos horas antes del alba estaba de nuevo en la calle y me dirigí a la sala de archivos. Mis nuevas botas eran deliciosamente silenciosas. Parecía que flotaba sobre la acera. Valentine tenía razón. Giré en la desierta calle sin vacilación. El hechizo de disfraz de anciana seguía funcionando, lo que explicaba las miradas extra?adas en la zapatería; pero si nadie me veía, aún mejor.

 

La SI elegía cuidadosamente sus edificios. Casi todas las oficinas de esta calle tenían horario humano y llevaban cerradas desde el viernes por la tarde. El tráfico rugía a dos manzanas de allí, pero esta calle estaba en silencio. Miré a mi espalda y me colé en el callejón entre el edificio de los archivos y la torre de una aseguradora adyacente. Mi corazón latía a mil por hora al pasar por delante de la salida de incendios en la que casi me liquidan. No pensaba entrar por allí.

 

—?Ves alguna ca?ería, Jenks? —pregunté.

 

—Voy a echar un vistazo —contestó adelantándose para hacer un vuelo de reconocimiento.

 

Yo le seguí más despacio, intentando identificar el leve golpeteo metálico que oía ahora. Estaba disfrutando al máximo del subidón de adrenalina. Me colé entre un contenedor de basura del tama?o de una furgoneta y un palé de cartones. No pude evitar sonreír al ver a Jenks sentado en el borde de una bajante, golpeándola con el tacón.

 

—Gracias, Jenks —dije soltando el bolso y dejándolo en el cemento húmedo por el rocío.

 

—De nada. —Revoloteó hasta sentarse en el borde de un contenedor—. Por el amor de Campanilla —se quejó tapándose la nariz—. ?Sabes qué hay ahí?

 

Lo miré y alentado por mi atención se contestó a sí mismo:

 

—Lasa?a de hace tres días, cinco variedades de yogures, palomitas quemadas… —se lo pensó un momento cerrando los ojos mientras olfateaba— al estilo mejicano, un millón de envolturas de caramelos y alguien parece tener una desmedida necesidad de comer burritos.

 

—?Jenks? Cállate. —El suave chirrido de unos neumáticos sobre el pavimento me alertaron y me quedé inmóvil, pero ni con la mejor visión nocturna me localizarían aquí. El callejón apestaba tanto que no tenía que preocuparme por los hombres lobo. Aun así, esperé hasta que la calle se quedó de nuevo en silencio antes de hurgar en mi bolso buscando un hechizo de detección y una aguja de punción digital. Di un respingo por el pinchazo. Apreté para derramar tres gotas de sangre sobre el amuleto, que las absorbió enseguida. El disco de madera brillaba ahora con un tenue color verde. Respiré aliviada, aunque no era consciente de haber estado conteniendo el aliento. No había ninguna criatura inteligente a treinta metros a la redonda, aparte de Jenks, y no estaba segura de si él contaba. Era lo suficientemente seguro para convertirme en ratón.

 

—Toma, mira esto y dime si se vuelve rojo —le dije a Jenks colocando el disco junto a él en equilibrio en el filo del contenedor.

 

—?Por qué?

 

—Tú hazlo —susurré. Me senté en un montón de cartones y me desaté mis botas nuevas, me quité los calcetines y puse un pie descalzo en el cemento. Estaba frío y húmedo por la lluvia de anoche y no pude evitar un gesto de repugnancia. Eché un rápido vistazo al fondo del callejón y luego escondí mis botas detrás de un cubo de papel triturado junto con mi abrigo. Me sentía como una adicta al azufre. Me acurruqué junto a una alcantarilla y saqué mi vial con la poción.

 

—?Muy bien, Rachel! —me dije en voz baja al recordar que no había preparado mi cuenco de disoluciones. Estaba segura de que Ivy sabría qué hacer si aparecía convertida en ratón, pero me lo recordaría toda la vida.