—?Joder! —grité reculando—. ?Es la voz de Marshal!
Antes de que quisiera darme cuenta, Ivy se encontraba ya en la puerta trasera. Intenté seguirla, pero me detuve en seco cuando la puerta de la sala de estar se abrió de golpe. Bis, que vivía de alquiler en el campanario, entró en la cocina volando a la altura de nuestras cabezas, con la piel completamente blanca para confundirse con la nieve, y los ojos tan brillantes como los de un demonio. La gárgola, que tenía el tama?o de un gato, me golpeó con las alas en la cara y yo di un paso atrás.
—?Quítate de en medio, Bis! —grité entrecerrando los ojos por la corriente de aire y pensando en la sensibilidad al frío de Jenks—. ?Qué demonios está pasando ahí fuera?
Se oía un gran alboroto que provenía de la sala de estar, pero no conseguía deshacerme de Bis, que gritaba con su voz retumbante lo mucho que lo sentía y que limpiaría todo. Que había seguido a los chicos de la pintura y que no sabía que era una táctica para distraerlo. Estaba a punto de darle un manotazo cuando se posó sobre mi hombro.
Apenas sentía el peso de su cuerpo, pero me invadió una sensación de vértigo y me desplomé sobre la encimera, aturdida y con la mente en blanco. Aquella sensación no era nueva para mí. Cada vez que Bis me tocaba, todas y cada una de las líneas luminosas de Cincinnati se hacían visibles en mi mente con toda nitidez. Se trataba de una sobrecarga sensorial, y sentí que me fallaban las piernas y que veía todo borroso. Era mucho peor cuando me encontraba alterada, y estuve a punto de perder el conocimiento. El hecho de que los hijos de Jenks revolotearan entre los cacharros colgados no ayudaba mucho.
—?Quítate! —exhalé con decisión.
Con expresión apesadumbrada, la gárgola batió las alas tres veces y se posó hoscamente en lo alto del frigorífico. Los hijos de Jenks se dispersaron, chillando como si hubieran visto a la muerte en persona. Bis me lanzó una mirada asesina, con el típico malhumor de un adolescente, y su piel rocosa cambió de color para adquirir el tono metálico del electrodoméstico. En aquella posición tenía el aspecto de una gárgola enfurru?ada escudri?ándolo todo desde lo alto, pero no era ni más ni menos que eso.
Alcé la vista de golpe cuando Ivy empujó a un hombre cubierto de nieve y tierra en la cocina. Tenía la cara oculta por una capucha, y el suelo se cubrió de un montón de sucios trozos de nieve congelada que dejaron vetas de barro conforme el calor de la cocina los derritió. El ambiente se llenó de un olor a tierra fría, y arrugué la nariz, pensando que me recordaba al olor del hombre que mató a Kisten, aunque no era exactamente el mismo.
Ivy, que caminaba detrás de él como si tal cosa, se detuvo junto a la puerta con los brazos cruzados a la altura del pecho. Marshal venía detrás, y entró esquivando a Ivy sin reservas con una sonrisa de oreja a oreja, con los ojos brillantes por la emoción bajo su gorro de lana. él también llevaba el abrigo y las rodillas cubiertos de tierra, pero, al menos, no se había revolcado en ella.
El desconocido de la parka alzó la barbilla y estuve a punto de abalanzarme sobre él.
—?Tom! —grité, y luego intenté contenerme. Era Tom. Otra vez. En esta ocasión, en lugar de mirar mi coche, se había metido debajo de mi casa. El miedo se apoderó de mí, y fue sustituido por la rabia—. ?Qué demonios estabas haciendo debajo de mi casa?
Jenks estaba a la altura del techo, gritándoles a sus hijos que se fueran de allí, y cuando se hubieron marchado los últimos, con sus espadas de madera y sus clips extendidos forrados de plástico, Tom se irguió y se quitó la capucha. Tenía los labios morados por el frío, y en sus ojos se podía leer la rabia contenida. Fue entonces cuando me di cuenta de que llevaba una brida de líneas luminosas en la mu?eca, justo donde acababan sus guantes. Básicamente, aquello conseguía neutralizar sus dotes mágicas, y la buena opinión que ya tenía de Marshal aumentó de manera considerable, no solo por saber cómo comportarse con un experimentado brujo de líneas luminosas, sino, sobre todo, por llevar encima una brida mágica.
—Había decidido pasarme un momento para devolverte la caja que te dejaste en mi coche —explicó Marshal colocándose entre Tom y yo—. Fue entonces cuando descubrí a este —continuó dándole un empujón a Tom, que tuvo que agarrarse a la isla central—, encaramado al muro trasero. Así que aparqué y me quedé observando. Les dio un bote de pintura negra en espray a un par de chicos y un billete de veinte, y mientras Bis los ahuyentaba de la puerta principal, se dirigió a hurtadillas a la parte posterior y rompió el candado de la trampilla que permite acceder al sótano.
Con la boca abierta por la rabia, consideré la posibilidad de darle yo misma un buen empujón.