Bruja blanca, magia negra

Mierda. Me habían excluido. Marshal no había venido para cogerme la mano y decirme que lo solucionaría todo. Le había dicho que era una bruja blanca, y así era, pero ahora…

 

 

—?Dile que se marche! —le ordené reculando acobardada—. Dile que se vaya antes de que se enteren de que está aquí y lo excluyan también a él.

 

Sin embargo, el pixie se limitó a sacudir la cabeza.

 

—No. Tiene derecho a que se lo digas a la cara.

 

En aquel momento tomé aire. Empezaba a dolerme la cabeza. Esto va a ser muy divertido. Girándome hacia el espejo, empecé a cepillarme el pelo. Con los brazos cruzados, Jenks aguardó a que le diera la respuesta adecuada. El cepillo se me enredó en el pelo y lo dejé con fuerza sobre la peque?a encimera.

 

—Saldré en tres minutos —dije para que se marchara.

 

Asintiendo, bajó hacia el suelo. Acto seguido, dejó escapar un débil destello de luz y desapareció.

 

Tenía la ropa interior en la secadora y una camisola colgada sobre la pila de tama?o industrial. En realidad mi ba?o era un lavadero que había ascendido de categoría, pero era más sencillo que compartir con Ivy el cuarto de ba?o más tradicional del otro lado del pasillo. Además, la mayoría de los días mis vaqueros estaban en la secadora. Aunque sin calcetines, pensé dándome un último golpe de cepillo y dejando que el pelo se me secara al aire.

 

Preocupada, abrí la puerta con cautela y, sin saber muy bien qué hacer, eché un vistazo al pasillo. Hacía bastante frío en comparación con la húmeda calidez del ba?o, y percibí un fuerte olor a café. Con los pies descalzos, me acerqué hasta la cocina sin apenas hacer ruido, y me asomé para descubrir a Marshal sentado de espaldas a mí. Me encontraba fuera de su campo de visión y vacilé.

 

No parecía mostrar ningún tipo de emoción, o tal vez solo se encontraba sumido en sus pensamientos mientras miraba el suelo mugriento donde había estado el frigorífico, probablemente preguntándose lo que había pasado. Sus largas piernas se hallaban dobladas bajo la mesa, y el reflejo del sol iluminaba sus cortos y rizados cabellos. Aquello iba a resultar muy duro. No le culpaba por estar cabreado conmigo. Le había dicho que era una bruja blanca y había confiado en mí. Pero la sociedad decía lo contrario.

 

Con decisión, abandoné el paso abovedado y entré en la cocina.

 

—Hola.

 

Marshal recogió las piernas y me miró.

 

—?Eh! ?Qué susto me has dado! —exclamó con los ojos muy abiertos y un ligero rubor en sus mejillas—. No te esperaba hasta dentro de diez minutos.

 

Dedicándole una tímida sonrisa, busqué algo que me pudiera servir de escondite, pero lo único que había entre nosotros era un montón de espacio. Un repentino espacio vacío.

 

—?Te apetece un café?

 

Las tazas chirriaron cuando saqué dos nuevas, él permaneció en silencio mientras las llenaba. Tampoco dijo nada cuando colocaba una delante de él.

 

—Lo siento —dije reculando de manera que la isla central se interpusiera entre nosotros. Casi asustada, bebí un trago. La humeante amargura descendió por mi garganta y, reuniendo valor, dejé la taza junto al fregadero—. Marshal…

 

Sus ojos se cruzaron con los míos, haciendo que me callara. No mostraban enfado, ni tampoco tristeza. Estaban… vacíos.

 

—Déjame decir algo, y luego me iré —dijo—. Creo que es lo menos que me merezco.

 

Con desasosiego, crucé los brazos alrededor de la cintura. Me dolía el estómago.

 

—Conseguiré que me retiren la exclusión —dije—. Sabes de sobra que es un error. No soy una bruja negra.

 

—Esta ma?ana, cuando fui a la secretaría de la universidad para preguntar por lo de tus clases, entró mi supervisor. Me dijo que no volviera a verte —dijo abruptamente—. Lo encontré muy gracioso.

 

Gracioso. Eso era lo que había dicho, pero su expresión era sombría.

 

—Marshal…

 

—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer —a?adió, esta vez en un tono que sí sonaba enfadado.

 

—Marshal, por favor.

 

Su amplio torso se ensanchó y se contrajo, y miró más allá de donde me encontraba, hacia el jardín nevado.

 

—No te preocupes. —Volviendo la mirada hacia la cocina, se inclinó hacia delante para sacar algo de uno de los bolsillos traseros del pantalón vaquero—. Aquí tienes tu cheque. No conseguirán cobrarlo hasta que llueva en siempre jamás.

 

Tragando saliva, me quedé mirando el sobre y lo recogí, sintiéndome como si nada de que aquello estuviera sucediendo. Pesaba más de lo que hubiera sido normal, y eché un vistazo. Mis ojos se abrieron como platos.

 

—?Dos entradas para la fiesta en el último piso de Carew Tower? —exclamé mucho más sorprendida porque las tuviera que porque me las estuviera dando.