Bruja blanca, magia negra

Jenks se echó a reír, y su voz chillona sonaba muy a tono con el relajado ambiente de compa?erismo que reinaba en el coche y la festiva calidez que se desplegaba en el exterior.

 

—Ahí está el problema de vosotras, las brujas. Que carecéis por completo de espíritu navide?o —dijo tomando asiento en el espejo retrovisor. Era su lugar favorito, y bajé un poco la calefacción. No se habría puesto allí si hubiera tenido frío.

 

—La Navidad ha terminado —farfullé, gui?ando los ojos para poder ver la placa de la dirección en la penumbra. Estaba convencida de que teníamos que estar cerca—. Tengo espíritu festivo de sobra, solo que no de origen cristiano. Y aunque no soy ninguna experta, creo que la Iglesia no estaría contenta con tus cánticos sobre súcubos.

 

—Puede que tengas razón —concedió mientras se sacudía bajo las capas de tela verde que Matalina le había puesto encima y que pretendían ser ropa invernal para pixies—. Probablemente preferirían oír sobre íncubos en celo.

 

El pixie soltó un ga?ido y di un respingo cuando escapó del espejo como una flecha porque Ivy había estado a pocos centímetros de darle un manotazo.

 

—?Cierra la boca de una vez, pixie! —le espetó Ivy con severidad la vampiresa de la voz de seda gris. La ropa de cuero que se solía poner para trabajar resaltaba su estilizada figura y le daba el aspecto de una atractiva ciclista que se hubiera puesto de tiros largos, y bajo la gorra con el logotipo de Harley Davidson sus ojos tenían las pupilas negras. Jenks captó la indirecta y, mascullando algo que probablemente fue mejor que no entendiera, se sentó en uno de mis grandes pendientes de aro para acurrucarse entre mi cuello y la suave bufanda roja que me había puesto para esos menesteres. Sentí un escalofrío cuando sus alas me rozaron el cuello, un susurro helado que parecía agua.

 

Si se veía expuesto durante largo rato a una temperatura inferior a los siete grados, entraría en hibernación, pero podía soportar viajes desde el coche hasta cualquier otro sitio, siempre que fueran cortos y que estuviera debidamente protegido. Además, después de que se enterara de lo de Glenn, hubiera sido imposible impedir que nos acompa?ara. Si no lo hubiéramos invitado a venir con nosotras a la escena del crimen, me habría encontrado su cuerpo congelado en el interior de mi bolso como un polizón. Sin embargo, sospechaba que la verdadera razón por la que se había unido a nosotras era porque quería escapar de su numerosa prole, que estaba pasando el invierno en mi escritorio.

 

No obstante, Jenks valía por cinco investigadores de la AFI, y eso cuando tenía un mal día. A los pixies se les daba de maravilla colarse en los sitios, lo que los convertía en expertos en descubrir cualquier cosa que estuviera fuera de lugar, y su proverbial curiosidad hacía que mostraran interés por todo el que entraba o salía. Su polvo no dejaba una impresión duradera y sus huellas dactilares resultaban invisibles a menos que se utilizara un microscopio, algo que, en mi opinión, los situaba entre los más capacitados para inspeccionar la escena del crimen antes que ningún otro. Por supuesto, a nadie de la AFI le interesaba lo más mínimo lo que yo pensara y, de todos modos, no era muy habitual que un pixie desempe?ara otra función que no fuera la de refuerzo temporal. Fue así como conocí a Jenks, y fue una verdadera suerte para mí. Le habría pedido que me acompa?ara al barco aquella tarde, si no hubiera sido por las bajas temperaturas.

 

Ivy se irguió en su asiento y, aunque no fue deliberado, su gesto me dio a entender que nos encontrábamos cerca, de manera que empecé a prestar atención a los números. Tenía el aspecto de un vecindario de humanos de las afueras de Cincinnati, el típico barrio de clase media-baja. A juzgar por la buena iluminación y por el cuidado aspecto de la mayoría de las casas, no se trataba de un distrito conflictivo, sino que simplemente tenía un aspecto algo envejecido. Hubiera apostado cualquier cosa a que la mayoría de los vecinos eran jubilados o familias que estaban empezando. Me recordaba al barrio en el que había crecido y no veía la hora de que llegara el día siguiente para recoger a mi hermano, Robbie, en el aeropuerto. Había tenido que trabajar durante el solsticio, pero había conseguido que le dieran unos días de permiso para A?o Nuevo.