Bruja blanca, magia negra

—?Qué le sucedió a la madre de Glenn? —pregunté apenas nos quedamos a solas.

 

Ford observó cómo Edden hacía un gesto con las manos a las enfermeras mientras atravesaba la amplia y lisa puerta de la habitación.

 

—Murió hace quince a?os. La apu?alaron para robarle sesenta dólares.

 

Ahora entiendo el porqué se hizo policía, pensé.

 

—Hace muchos a?os que solo se tienen el uno al otro —a?adí yo. Ford asintió con la cabeza mientras se dirigía hacia los ascensores. Parecía que lo hubieran estado flagelando.

 

Ivy se unió a nosotros después de hacer un último comentario a la enfermera. A continuación, colocándose a mi lado, miró a Ford.

 

—?Qué sucedió en el depósito? —preguntó, encogiendo los hombros bajo su largo abrigo. De pronto, los recuerdos de aquella tarde afloraron de nuevo.

 

El tono con el que había hecho la pregunta tenía un ligero deje burlón, y la miré de reojo. Sabía que estaba convencida de que sus lentas pero constantes investigaciones encontrarían al asesino de Kisten antes de que yo reconstruyera mis recuerdos. Algo disgustada, eché un vistazo a Ford y luego le pregunté a ella:

 

—?Podrías pasarte esta noche para olisquear la moqueta?

 

Ford se rió por lo bajo justo en el momento en que nos deteníamos ante los ascensores.

 

—?Cómo has dicho?

 

—Tienes mejor olfato que yo —sentencié sin más explicaciones apretando el botón de llamada.

 

Ivy parpadeó con una expresión más desconcertada de lo habitual.

 

—?Has descubierto algo que a la AFI se le escapó?

 

Asentí y Ford fingió no haber oído nada.

 

—Bajo el tablero del tocador quedan restos de seda de ara?a. Es posible que haya una huella, además de la que he dejado yo, claro está. Y la moqueta de debajo de la ventana huele a vampiro. No es tu olor, ni tampoco el de Kisten, así que podría ser el de su asesino.

 

Una vez más, Ivy se me quedó mirando fijamente. Parecía incómoda.

 

—?Eres capaz de distinguirlo?

 

Las puertas del ascensor se abrieron y los tres subimos.

 

—?Tú no? —pregunté echándome atrás y presionando el botón de la planta baja con la punta de la bota, simplemente porque podía.

 

—Yo soy una vampiresa —declaró, como si aquello marcara la diferencia.

 

—Hace un a?o que vivimos juntas —dije, preguntándome si no debería ser capaz de distinguirlo—. Sé perfectamente cómo hueles —murmuré, avergonzada—. No me parece nada del otro mundo.

 

—Pues lo es —dijo ella en un susurro mientras las puertas se cerraban, y confié en que Ford no la hubiera oído.

 

—Entonces, ?vas a pasarte por allí? —pregunté observando cómo descendían los números.

 

Los ojos de Ivy se habían vuelto completamente negros.

 

—Sí.

 

En aquel momento reprimí un escalofrío, alegrándome de que se abrieran las puertas y mostraran un concurrido vestíbulo.

 

—Gracias.

 

—Es un placer —dijo con su voz de seda gris tan cargada de impaciencia que casi sentí lástima por el vampiro que había matado a Kisten.

 

 

 

 

 

3.

 

 

A pesar de que se estaba poniendo el sol y de que el asfalto aparecía cubierto por una árida capa de hielo, en el interior del coche hacía bastante calor. No obstante, empecé a considerar la posibilidad de apagar la calefacción. Cualquier cosa con tal de que Jenks se callara.

 

—Cinco trols disfrazados de mujeeer —canturreaba mi diminuto amigo, de apenas diez centímetros de altura, desde mi hombro—. Cuatro condones morados, dos vampiresas cachondas, y un súcubo bajo la nieve.

 

—?Ya basta, Jenks! —grité.

 

Desde el asiento del copiloto, Ivy reprimió una carcajada mientras limpiaba con la mano el cristal empa?ado de la ventana para echar un vistazo al exterior. La calle estaba iluminada por las luces navide?as, que le otorgaba un aspecto sagrado y sereno de clase media consumista. A diferencia del villancico de Jenks, que se trataba de humor adolescente elevado a la máxima potencia.

 

—El octavo día de Navidad el amor de mi vida me regaló…

 

En aquel momento comprobé que no teníamos a nadie detrás y pisé el freno de golpe. Ivy, gracias a sus reflejos vampíricos, se agarró fácilmente, pero Jenks salió disparado de mi hombro y consiguió detenerse a pocos centímetros del parabrisas. Sus alas de libélula se convirtieron en una masa borrosa de rojo y plateado, pero no soltó ni una pizca de polvo, lo que significaba que, hasta cierto punto, se esperaba algo así. La sonrisita de su anguloso rostro era típica de Jenks.

 

—?Qué…? —comenzó a quejarse adoptando su mejor postura de Peter Pan, con las manos en las caderas.

 

—?Cá–lla–te!

 

Me salté la se?al de stop. Estaba helada. Era más seguro así. Al menos aquella iba a ser la razón que iba a esgrimir si me paraba algún agente de la SI especialmente diligente.