Bruja blanca, magia negra

—Edden ha llamado a la iglesia —dijo a modo de saludo, alzando sus delgadas cejas cuando descubrió que Ford me tenía agarrada del brazo—. ?Qué tal, Ford?

 

El psiquiatra se ruborizó al oír el soniquete con el que pronunció estas últimas palabras, pero no dejé que me soltara. Me gustaba sentirme necesitada.

 

—Está teniendo algunos problemas con las emociones que flotan en el ambiente —expliqué.

 

—?Y ha optado por dejarse maltratar por las tuyas?

 

Genial.

 

—?Te has enterado de en qué habitación está Glenn? —le pregunté mientras Ford retiraba el brazo.

 

Ella asintió con la cabeza, sin quitar ojo a nada de lo que estaba pasando.

 

—Sí, es por aquí. De momento, sigue inconsciente.

 

Ivy echó a andar por el pasillo con nosotros a la zaga, pero, cuando pasamos por delante del mostrador, una de las enfermeras se puso en pie con decisión y nos miró con cara de pocos amigos.

 

—Lo siento, pero no se admiten visitas excepto de los familiares.

 

Una oleada de miedo me invadió, no porque no fuera a ver a Glenn, sino porque su estado era tan grave como para que no nos permitieran la entrada. No obstante, Ivy ni siquiera aminoró el paso, y yo tampoco.

 

La enfermera echó a correr detrás de nosotros, y el pulso se me aceleró, pero otra nos indicó que entráramos con un gesto de la mano, y luego se volvió hacia su compa?era.

 

—Es Ivy —aclaró, como si aquello tuviera algún significado.

 

—?Te refieres a la vampiresa que…? —preguntó la primera enfermera, pero alguien tiró de ella hacia el mostrador antes de que pudiera oír el final de la frase. Me volví para mirar a mi amiga, y descubrí que su pálido rostro había adquirido un ligero rubor.

 

—?La vampiresa que qué? —pregunté recordando el periodo en el que había trabajado como voluntaria en aquel hospital.

 

Ivy apretó la mandíbula.

 

—La habitación de Glenn está por aquí —dijo, ignorando mi pregunta. Bueno, al fin y al cabo, ?qué más daba!

 

Una inesperada sensación de pánico me invadió cuando Ivy viró de golpe y se adentró en una habitación con una puerta más grande de lo normal. Me quedé mirándola, escuchando el sonido de la delicada maquinaria. Recordé cuando había estado sentada junto al lecho de muerte de mi padre, escuchando su respiración afanosa, y seguidamente me asaltó un recuerdo más reciente, el de haber estado observando cómo Quen luchaba por sobrevivir. Me quedé paralizada, incapaz de moverme. Detrás de mí, Ford se tambaleó, como si acabara de propinarle una fuerte bofetada.

 

Mierda, pensé, ruborizándome avergonzada, puesto que él estaba sintiendo mi profundo pesar.

 

—Lo lamento —farfullé, mientras él levantaba una mano para indicarme que estaba bien. Afortunadamente, Ivy ya estaba dentro y no vio lo que le había hecho.

 

—No te preocupes —acertó a decir acercándose de nuevo, vacilante hasta que estuvo seguro de que había conseguido tragarme mi antiguo dolor—. ?Puedo preguntarte quién fue?

 

Tragué saliva.

 

—Mi padre.

 

Con la mirada baja, me guió hacia la puerta.

 

—?Qué edad tenías? ?Unos doce?

 

—Trece.

 

Para entonces ya estábamos dentro, y tuve ocasión de comprobar que no se trataba de la misma habitación.

 

Lentamente, mis hombros se relajaron. Mi padre había muerto porque no había nada que pudiera salvarlo. Como agente de seguridad, Glenn estaba recibiendo los mejores cuidados. Su padre estaba en la mecedora que se encontraba junto a la cama, más tieso que un palo. Glenn estaba muy vigilado. El que realmente estaba sufriendo era Edden.

 

El peque?o y corpulento hombre intentó esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió. En las pocas horas que habían pasado desde que se había enterado de la agresión, su pálido rostro se había llenado de unas arrugas de las que, hasta aquel momento, solo había habido peque?os indicios. En sus manos sujetaba un sombrero, y sus cortos dedos lo giraban una y otra vez. Entonces se levantó, y el corazón se me encogió cuando suspiró, exhalando todo su miedo y preocupación.

 

Edden era el capitán de la división de la AFI de Cincinnati, y su experiencia anterior como militar le había permitido aportarle al cuerpo la determinación de aquel que lucha con u?as y dientes a pesar de tenerlo todo en contra y que había adquirido durante la época que perteneció a las fuerzas armadas. Verlo reducido a un saco de huesos resultaba muy duro. él jamás había mostrado ni el más mínimo atisbo de las dudas que mostraban algunos miembros de la AFI sobre mi ?oportuna? amnesia tras la muerte de Kisten. Confiaba en mí, y por ese mismo motivo, era uno de los pocos humanos en los que confiaba ciegamente. Su hijo, inconsciente en la cama, era otro.