—?Maldita sea! ?Soy una bruja blanca! —dije sin dirigirme a nadie en concreto, y el tipo con la bata blanca que venía hacia nosotros nos miró de reojo.
Ford estaba cada vez más pálido, de modo que intenté calmarme antes de que alguien decidiera ingresarlo. Debía concentrar todos mis esfuerzos en encontrar algo que lo calmara. Aparte del alcohol, claro está.
—Gracias —susurró cuando captó mi preocupación. A continuación, con voz más fuerte, a?adió—: Rachel, tú invocas demonios, y se te da muy bien. Tienes que aceptarlo de una vez por todas y encontrar la manera de usarlo en tu propio beneficio. No va a desaparecer.
Me molesté, dispuesta a decirle que no tenía ningún derecho a hablarme con ese tono de superioridad, pero convertir un defecto en una ventaja era precisamente lo que había hecho él con su ?don?, así que le di un apretón en el brazo. De pronto di un respingo. Delante de nosotros, inclinada sobre el mostrador de las enfermeras, se encontraba Ivy, mi compa?era de piso, sin importarle que un celador acabara de chocarse contra la pared por quedarse mirándola. Llevaba unos vaqueros negros, estrechos y de cintura baja, pero tenía el cuerpo de una modelo, y podía permitírselo. Se esforzaba por ver lo que había en la pantalla del ordenador y, como el jersey de algodón a juego era algo corto, dejaba entrever la parte baja de la espalda. Por deferencia al frío, su largo abrigo de cuero reposaba sobre el mostrador. Ivy era una vampiresa viva, y su aspecto sofisticado, sombrío y meditabundo, daba buena cuenta de ello. Esto hacía algo difícil la convivencia con ella, pero tampoco es que yo tuviera una conducta intachable, y ambas conocíamos bien las rarezas respectivas.
—?Ivy! —exclamé y, tras girar la cabeza, se dirigió hacia mí sacudiendo sus negros y lisos cabellos con las puntas rubias—. ?Cómo te has enterado de lo de Glenn?
Ford dejó caer los hombros y, sin soltarme el brazo, se liberó de golpe de toda la tensión. Parecía feliz, lo que no era de extra?ar, pues estaba captando mis emociones, y me alegraba de ver a Ivy. Tal vez debía emplear algo de tiempo en hablarle de mi compa?era de piso cuando volviéramos a reunirnos. Podría usar sus conocimientos para intentar sanear nuestra tormentosa relación.
Yo no era el vínculo de sangre de Ivy, sino su amiga. Era algo poco común que un vampiro pudiera tener una relación de amistad con alguien con quien no compartía su sangre, pero teníamos una complicación adicional. A Ivy le gustaban tanto los hombres como las mujeres, y tenía problemas para distinguir entre el deseo sexual y las ansias de sangre. Además, había dejado bien claro que me deseaba, no solo por mi sangre sino también como mujer, pero me había negado en redondo, aparte de un a?o bastante confuso en el que habíamos intentado separar las ansias de sangre de las preferencias sexuales. Que me hubiera mordido más de una vez no había ayudado mucho, aunque en aquel momento a ambas nos hubiera parecido una buena idea. La sensación de ser mordida por un vampiro era demasiado parecida al éxtasis sexual como para desecharla, y hasta que no creí estar atada al asesino de Kisten no había abierto los ojos. El riesgo de convertirme en su sombra era demasiado alto. Confiaba ciegamente en Ivy. Eran sus ansias de sangre las que me preocupaban.
Así las cosas, convivíamos en la iglesia en donde también teníamos la sede de nuestra agencia de cazarrecompensas, durmiendo en habitaciones separadas, una enfrente de la otra, e intentando no provocarnos mutuamente. Cualquiera habría dado por hecho que a Ivy le sacaba de quicio haber perdido todo un a?o intentando cazarme, sin embargo, experimentaba una dicha que los vampiros raras veces solían encontrar. Aparentemente, haberle dicho que no le iba a permitir que me clavara los colmillos nunca más era lo único que la había convencido de que era ella la que me importaba, y no cómo me hacía sentir. Sentía una gran admiración por alguien capaz de ser tan dura consigo misma y al mismo tiempo tan fuerte. Y también la quería. No deseaba acostarme con ella, pero la quería.
Ivy vino a nuestro encuentro, caminando en silencio por la moqueta con sus botas de cuero. Moviéndose con una elegancia memorable, se reunió con nosotros con los labios fruncidos y una ligera mueca de disgusto en su rostro habitualmente apacible. Sus rasgos le conferían un aire asiático, con su cara ovalada, su nariz peque?a y su peque?a boca con forma de corazón. Sonreía muy raras veces, pues tenía miedo de que las emociones pudieran hacerle perder su autocontrol. Creo que era una de las razones por las que éramos amigas, porque me reía por las dos. Eso, y porque ella creía que yo podía encontrar la manera de salvar su alma cuando muriera y se convirtiera en una no muerta. Sin embargo, en aquel preciso momento, lo que me preocupaba era encontrar el dinero para pagar el alquiler. Salvar el alma de mi compa?era de piso tendría que esperar.