Cuando subí al todoterreno y cerré de un portazo, vi la expresión de preocupación de Marshal. Dos meses atrás se había presentado en la puerta de mi casa sin avisar, después de que los hombres lobo de Mackinaw hubieran prendido fuego a su garaje. Afortunadamente, había logrado salvar la casa y el barco con los que se había ganado la vida hasta ese momento, y había podido venderlos para pagarse un máster en la universidad de Cincy. Nos habíamos conocido la primavera anterior, cuando había ido al norte para rescatar a mi exnovio Nick y al hijo mayor de Jenks.
Aun a sabiendas de que estaba cometiendo un error, habíamos salido juntos bastantes veces, y nos habíamos dado cuenta de que teníamos suficientes cosas en común como para que lo nuestro funcionara… si no hubiera sido por mi costumbre de poner en peligro la vida de todos los que me rodean. Por no hablar de que él acababa de romper con una novia psicópata y no buscaba una relación seria. El problema era que a los dos nos gustaba relajarnos realizando todo tipo de actividades deportivas, desde salir a correr por el zoo hasta patinar sobre hielo en Fountain Square. No tener que preguntarnos si podría funcionar o no era una bendición. Llevábamos dos meses viéndonos solo como amigos, lo que tenía alucinados a mis compa?eros de piso. No me había costado demasiado poner freno a mis tendencias naturales y mantener una relación informal. No habría podido soportar que saliera herido. Kisten me había curado de mis absurdos sue?os. Porque los sue?os podían matar a la gente. Al menos los míos. Y así había sido.
—?Te encuentras bien? —susurró Marshal, claramente preocupado, con su peculiar acento del norte.
—Genial —mascullé lanzando la caja con el picardías en los asientos traseros y limpiándome una lágrima del rabillo del ojo con uno de mis fríos dedos. Al ver que no decía nada más, suspiró y bajó la ventanilla para hablar con Ford. El agente de la AFI venía directo hacia nosotros. Estuve a punto de acusar a Ford de haber pedido a Marshal que me llevara porque sabía que probablemente iba a necesitar un hombro sobre el que llorar, y aunque no éramos novios, prefería mil veces enfrentarme a Marshal que presentarme ante Ivy en semejante estado de confusión.
Mientras se dirigía a mi puerta, en vez de a la del conductor, Ford levantó la vista y Marshal apretó un botón para bajar mi ventanilla. Intenté subirla, pero me di cuenta de que había bloqueado los controles y entonces le lancé una mirada asesina.
—Rachel —dijo Ford apenas terminó de recorrer la distancia que nos separaba—, no perderás el control ni por un instante. Es así como funciona.
Maldición, había adivinado qué era lo que me asustaba y, avergonzada ante la posibilidad de que lo soltara delante de Marshal, fruncí el ce?o.
—Si te hace sentir incómoda, no tenemos por qué hacerlo en mi consulta —a?adió gui?ando de nuevo los ojos por el resplandor del mes de diciembre—. Nadie tiene por qué enterarse.
No me importaba que la AFI supiera que me estaba viendo su psiquiatra. ?Joder! Si había alguien en el mundo que necesitara terapia, esa era yo. Aun así…
—No estoy loca —farfullé, dirigiendo la cabeza hacia donde soplaba el viento, lo que hizo que algunos mechones se me escaparan de debajo del gorro.
Ford apoyó la mano sobre la ventana abierta como si quisiera mostrarme su apoyo.
—Quizá seas la persona más cuerda que conozco. La única razón por la que parece que estés loca es porque tienes que lidiar con un montón de asuntos extra?os. Si quieres, mientras te relajas, puedo ense?arte cómo callarte lo que tú quieras bajo cualquier circunstancia. Estrictamente confidencial. Quedará entre tú y tu subconsciente. —Sorprendida, me quedé mirándolo mientras concluía—: Ni siquiera tengo por qué enterarme de lo que te reservas.
—No tengo miedo de ti —dije, aunque sentía un extra?o temblor en las piernas. ?Qué habrá averiguado sobre mí que prefiere no decir?
Mientras removía el barro con sus pies, Ford se encogió de hombros.
—Sí que lo tienes. Y, la verdad, me parece muy tierno —dijo mirando a Marshal con una sonrisa—. Toda una cazavampiros, capaz de reducir a vampiros y brujos que practican la magia negra, asustada de un pobre inútil como yo.
—No tengo miedo de ti. ?Y no eres ningún inútil! —exclamé. Marshal contuvo la risa.
—Entonces lo harás —dijo Ford con seguridad, y emití un sonido de frustración.
—Está bien, como quieras —mascullé toqueteando de nuevo la rejilla de la calefacción. Quería salir de allí antes de que él lograra averiguar lo que se me pasaba por la cabeza… y me lo dijera.
—Tendré que contarle a Edden lo de la seda de ara?a —dijo Ford—, pero no lo haré hasta ma?ana.
Dirigí la mirada hacia la escalerilla, que seguía apoyada en el lateral del barco.
—Gracias —dije, y él asintió con la cabeza en respuesta a la fuerte gratitud que debía de estar despidiendo. De ese modo mi compa?era de piso tendría tiempo de acercarse con su kit de superdetective, que probablemente tenía bien guardadito en su armario, lleno de etiquetas, y tomar todas las huellas que quisiera. Además de olfatear la moqueta.
A Ford se le pasó algo por la mente que le hizo sonreír.
—Ya que no vas a venir a verme, ?qué te parece si me paso por tu casa esta noche sobre… las seis? En algún momento después de mi cena y antes de tu almuerzo.
Me quedé mirándolo, alucinando con su descaro.