La última prueba era crítica y, mientras apoyaba la espalda en el tocador, sacudí una peque?a bolita azul hacia la esquina de su bolsa. Permanecía intacta, y estaba llena de un hechizo caducado para inducir el sue?o. De todo mi arsenal, era lo único que podía tumbar a un vampiro muerto.
De pronto, un nuevo pensamiento surgió de mi interior y un atisbo de recuerdo hizo que se me encogiera el corazón y se me erizara el vello de la nuca. El aire de mis pulmones brotó de golpe, causándome un fuerte dolor en el pecho, e incliné la cabeza. Estaba llorando, maldiciendo. Apunté con mi pistola de pintura y apreté el gatillo. él, sin parar de reír, cogió el hechizo.
—Lo cogió —susurré, cerrando los ojos para que no se me llenaran de lágrimas—. Intenté dispararle, pero lo cogió sin romperlo.
Sentía un dolor lacerante en la mu?eca y afloró otro recuerdo. Sus dedos rodeaban mi mu?eca. La mano se me durmió. Entonces la pistola cayó al suelo con un fuerte golpe.
—Me agarró la mano con fuerza hasta que solté la pistola —dije—. Creo que fue entonces cuando eché a correr.
Asustada, miré a Ford y vi que su amuleto se había vuelto violeta por la impresión. Mi peque?a pistola roja nunca había desaparecido, y no constaba en ningún documento que hubiera estado allí. Todas mis pociones, en cambio, habían quedado registradas. Estaba claro que alguien había colocado la pistola en su lugar de origen. Ni siquiera recordaba haber preparado los hechizos adormecedores, pero era evidente que aquel lo había hecho yo. Sin embargo, no tenía ni idea de a dónde habían ido a parar los otros seis.
En un arrebato de ira, le asesté una patada al tocador con la base del pie. El impacto me subió por la pierna y el mueble se estampó contra la pared. Había sido una estupidez, pero me hizo sentir mejor.
—??Rachel?! —exclamó Ford, y yo lo golpeé de nuevo, con un gru?ido.
—?Estoy bien! —grité, sorbiéndome las lágrimas—. ?Estoy de puta madre!
Sin embargo, sentía un fuerte dolor en el labio, en el lugar en el que había recibido un bocado. Mi cuerpo se esforzaba por que mi mente recordara, pero esta parecía negarse. ?Había sido Kisten el que me había mordido? ?O tal vez su agresor? Gracias a Dios, no había logrado someterme. Me lo había dicho Ivy. En caso contrario, ella lo habría notado.
—?Sí, claro! ?Ya veo lo bien que estás! —me espetó Ford mientras me enderezaba el abrigo y me recolocaba el bolso una vez más. Le hacía sonreír que hubiera perdido los estribos, y aquello me desquició aún más.
—Deja de reírte de mí —le ordené, pero él, con una sonrisa todavía más descarada, se quitó el amuleto y lo guardó, como si hubiéramos terminado—. Además, todavía no he acabado con esas —a?adí al ver que empezaba a recoger las fotos.
—En realidad sí —sentenció, y fruncí el ce?o al percibir aquella inusual determinación—. Estás enfadada, y eso es mucho mejor que estar confundida o apenada. Odio utilizar los clichés, pero ahora podemos seguir adelante. Estamos en el buen camino.
—?Bah! ?Eso no son más que chorradas psicológicas! —me mofé, mientras recogía las bolsas de pruebas antes de que él lo hiciera. No obstante, tenía que reconocer que estaba en lo cierto. Me sentía mejor. Tenía que recordar algo. Quizás, y solo quizás, la ciencia de los humanos era más poderosa que la brujería.
—Háblame —dijo Ford, quitándome las bolsas y colocándose delante de mí, como una roca.
Mi buen humor se desvaneció, y fue reemplazado por el deseo de huir. Entonces agarré la caja del tocador y pasé por su lado dándole un empujón. Tenía que salir de allí. Tenía que alejarme de los ara?azos de la pared. No podía coger el picardías que Kisten me había regalado, pero tampoco podía dejarlo allí. Ford podría protestar todo lo que quisiera por que sustrajera pruebas de la escena del crimen. ?Pruebas de qué? ?De que Kisten me quería?
—Rachel —dijo Ford mientras me seguía por el pasillo, caminando sin hacer ruido por la moqueta—, ?qué es lo que recuerdas? Lo único que consigo captar son emociones. No puedo volver y decirle a Edden que no has recordado nada.
—?Y tanto que puedes! —dije, atravesando la sala de estar a toda prisa, sin querer saber nada.
—No, no puedo —insistió él, alcanzándome justo en el momento en el que llegaba al resquebrajado marco de la puerta—. Se me da muy mal mentir.
Al cruzar el umbral me estremecí, pero sentía como si la fría claridad vespertina me estuviera llamando a gritos y me dirigí tambaleándome hacia la salida.
—Mentir es muy sencillo —dije con acritud—. Solo tienes que inventarte algo y fingir que es real. Yo lo hago continuamente.