La extensa estancia estaba fría, y las amplias ventanas que dejaban pasar la luz apenas impedían que penetrara el frío. Con el brazo rodeándome con fuerza la cintura, miré hacia el lugar en el que habían inmovilizado a Kisten contra la cama. Kisten. No había nada. Al pensar en lo mucho que lo echaba de menos, sentí una punzada en el corazón. Detrás de mí, Ford comenzó a respirar de forma irregular, intentando no dejarse llevar por las emociones.
Alguien había limpiado la alfombra sobre la que Kisten murió por segunda y última vez. La verdad es que no se había derramado mucha sangre. El polvo que se utilizaba para la detección de huellas había desaparecido, pero las únicas que habían encontrado eran las mías, las de Ivy y las de Kisten, esparcidas como si fueran postes indicadores. No habían descubierto ninguna del asesino, ni siquiera en el cuerpo de Kisten. Lo más probable era que la SI hubiera limpiado el cadáver en algún momento entre mi precipitada marcha en busca del vampiro y mi apabullante regreso con la AFI, cuando ya lo había olvidado todo.
La SI no quería que se resolviera el crimen, una gentileza hacia quienquiera que recibiera la sangre de Kisten como muestra de agradecimiento. Aparentemente, las tradiciones del Inframundo estaban por encima de las leyes de la sociedad. La misma gente para la que había estado trabajando tiempo atrás estaba intentando encubrirlo, y aquello me sacaba de quicio.
Mi mente se debatía entre la cólera y una debilitante desazón. Ford respiraba con dificultad, y yo intenté relajarme, aunque solo fuera por él. Parpadeando para contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse, me quedé mirando el cielo, inspirando el frío y silencioso aire y contando hacia atrás desde diez, poniendo en práctica el inútil ejercicio que me había ense?ado Ford para alcanzar un ligero estado de meditación.
Al menos Kisten se había librado de que le extrajeran toda la sangre de su cuerpo solo para satisfacer el deseo de alguien. Había muerto dos veces en poco tiempo y, probablemente, en ambos casos intentando protegerme del vampiro al que había sido entregado. La autopsia no había aportado nada. Lo que quiera que lo hubiera matado la primera vez había sido reparado por el virus vampírico antes de que falleciera de nuevo. Y si era cierto lo que yo le había contado a Jenks antes de perder la memoria, la segunda vez había muerto tras morder a su atacante, mezclando su sangre de no muerto con intención de acabar con la vida de ambos. Por desgracia, Kisten llevaba muy poco tiempo muerto, y es posible que solo consiguiera herir a su agresor, mucho mayor que él. No había forma de saberlo.
Mentalmente llegué al cero y, más calmada, me acerqué al tocador. Sobre él había una caja de cartón, y el dolor casi me parte en dos cuando la reconocí.
—?Oh, Dios! —susurré. Saqué la mano y la cerré con fuerza antes de que mis dedos se desenrollaran y la tocaran. Era el picardías de encaje que me había regalado Kisten por mi cumplea?os. Había olvidado que estaba allí.
—Lo siento —dijo Ford con voz áspera. Me volví y, con la mirada borrosa por las lágrimas, vi que se derrumbaba sobre el marco de la puerta.
Entonces entrecerré los ojos para dejar escapar las lágrimas y contuve la respiración. Tenía la sensación de que el corazón fuera a salírseme del pecho y, tras inspirar con dificultad, volví a retener el aire. Tenía que recobrar el control sobre mí misma. Estaba haciendo sufrir a Ford. Estaba sintiendo todo lo que yo sentía, y le debía mucho. Ford era la razón por la que no me habían metido en la cárcel por cuestionar a la AFI a pesar de que trabajaba para ellos ocasionalmente. Era un humano, pero la maldición que le permitía sentir las emociones de los demás era mucho más fiable que la prueba del polígrafo o que cualquier hechizo de la verdad. Sabía que había estado muy enamorada de Kisten y estaba aterrorizado por lo que había sucedido allí.
—?Te encuentras bien? —le pregunté cuando su respiración se estabilizó.
—Sí, ?y tú? —respondió él con voz queda.
—De maravilla —afirmé agarrando con fuerza la parte superior del tocador—. Lo siento. No pensé que fuera a resultar tan difícil.
—Sabía a lo que me exponía cuando accedí a traerte —dijo él enjugándose una lágrima que yo ya no tendría que derramar—. Estoy dispuesto a cargar con todo lo que necesites soltar, Rachel.
Le di la espalda sintiéndome culpable. Ford se quedó donde estaba, pues la distancia le ayudaba a sobrellevar la carga. Nunca tocaba a nadie salvo de forma accidental. Tenía que ser un asco vivir de esa manera. Sin embargo, cuando hice amago de alejarme del tocador y retiré los dedos de debajo del tablero, sentí una levísima resistencia. Está pegajoso. Entonces me olisqueé las yemas y percibí un suave olor a propergol.