Bruja blanca, magia negra

—Nada —murmuré a ras de la alfombra, inhalando una última vez antes de sentarme.

 

Una oleada de terror me invadió cuando percibí el olor a vampiro. Anonadada, me puse en pie como pude, sin apartar la vista de la moqueta como si me hubiera traicionado. Maldición.

 

Con el rostro cubierto de un sudor frío, me di la vuelta y me recoloqué el abrigo. Ivy. Le pediré que venga y olfatee la moqueta, pensé, e inmediatamente después casi suelto una carcajada. Reprimiéndola con un grito ahogado, fingí que me ponía a toser, y pasé a la siguiente foto con los dedos fríos.

 

?Oh! Mejor todavía, me dije a mí misma con sarcasmo. Marcas de ara?azos en los paneles. La respiración se me aceleró y rápidamente dirigí la mirada hacia la pared que había junto al peque?o armario mientras empezaba a sentir un dolor punzante en las yemas de los dedos. Casi sin aliento, me quedé mirándola fijamente, negándome a comprobar si la distancia entre las marcas se correspondía con el tama?o de mi mano, y sintiéndome asustada ante la posibilidad de rememorar algo a pesar de que era lo que andaba buscando. No recordaba haber dejado aquellas marcas en la pared, pero era evidente que mi cuerpo sí.

 

Había visto el miedo anteriormente. Había presenciado el claro y deslumbrante miedo cuando, de repente, la muerte viene a tu encuentro y no puedes hacer otra cosa que reaccionar. Conocía la nauseabunda mezcla de terror y esperanza cuando la muerte se acerca despacio y luchas con todas tus fuerzas por encontrar la manera de escapar. Había crecido con un miedo remoto, el tipo de miedo que te acecha desde la distancia, con la muerte merodeando en el horizonte, tan inevitable e inexorable que pierde su poder. Pero aquella sensación categórica de pánico, sin ninguna razón aparente, era nueva para mí, y no conseguía parar de temblar mientras buscaba la forma de hacerle frente. Tal vez pueda ignorarlo. A Ivy le funciona.

 

Me aclaré la garganta e intenté adoptar un aire de despreocupación mientras colocaba el resto de las fotos sobre el tocador y las esparcía, pero no conseguía enga?ar a nadie.

 

Había varias imágenes de las manchas de sangre; no se trataba de salpicaduras, sino de restregones. Según los tipos de la AFI, pertenecía a Kisten. En otra de las fotos se veía un cajón resquebrajado, que había sido apartado a un lado. Otra inútil marca de sangre sobre la cubierta en el lugar desde el que había saltado el asesino de Kisten. Ninguna de ellas me afectó del mismo modo que lo hicieron las marcas en la moqueta, y luché por el deseo de conocer la verdad, aunque tenía miedo de recordar.

 

Lentamente, los latidos del corazón disminuyeron, y mis hombros perdieron su rigidez. Tras dejar las fotografías, pasé por encima de las bolsas de polvo y pelusas que la AFI había aspirado, viendo mis mechones de pelo rojo entre la pelusa de la moqueta y de los calcetines. Entonces me observé a mí misma mientras mis dedos tocaban la goma de pelo que había en una bolsa para pruebas. Era mía, y aquella noche me había servido para sujetar la trenza. Un dolor sordo en mi cuero cabelludo me atravesó la conciencia y Ford se agitó inquieto.

 

Mierda. La goma significaba algo.

 

—Háblame —dijo Ford, y yo, a través del plástico, presioné el cordón elástico con el pulgar, intentando que el miedo no volviera a apoderarse de mí.

 

Las pruebas apuntaban hacia mí como asesina de Kisten, y de ahí mi reciente desconfianza hacia la AFI, que no me molestaba en ocultar, pero no había sido yo. Había estado presente, pero no lo había hecho. Al menos Ford me creía. Algún otro había dejado aquellas apestosas huellas.

 

—Es mía —dije quedamente, para que no me temblara la voz—. Creo… creo que alguien me la arrancó del pelo.

 

Sentía como si nada de aquello fuera real a la vez que daba la vuelta a la bolsa y, tras descubrir que la habían encontrado en el dormitorio, una oleada de pánico surgió de la nada. El corazón me latía con una fuerza inusitada, pero intenté controlar mi respiración. Los recuerdos me llegaban con cuentagotas, pero se trataba de fragmentos inconexos sin utilidad. Dedos en mi pelo. Mi cara contra una pared. El asesino de Kisten arrancándome la trenza. En aquel momento entendí por qué durante los últimos cinco meses no había permitido que los hijos de Jenks me tocaran el pelo y por qué me había puesto histérica cuando Marshal me había metido un mechón detrás de la oreja.

 

Mareada, solté la bolsa y sentí que empezaba a ver borroso. Si perdía el conocimiento, Ford llamaría a alguien y todo habría acabado. Quería descubrir la verdad, tenía que hacerlo.