Bruja blanca, magia negra

—No. De ninguna manera —declaré con firmeza buscando el espejo que había tirado anteriormente y la bolsa de galletas que casi había olvidado—. Al te estaba tomando el pelo. No te llevaría conmigo ni aunque fueras tú el que me lo pidiera. Es un lugar muy desagradable. —Replegó sus alas, aliviado, y a?adí—: Escucha, no me apetece entrar en la iglesia. No quiero que Al se presente y nos cause problemas. ?Podrías decirle a Ivy que no ha funcionado y traerme mi bolsa? Está en mi armario, ya está todo preparado. ?Ah! Y asegúrate de que llama al centro penitenciario para solicitar cita para el lunes.

 

La seguridad era una buena razón para no volver a la iglesia, pero la verdad era que no quería tener que enfrentarme a Jenks. Mierda. No tenía tiempo para perder todo un día en siempre jamás asistiendo a fiestas y manteniéndome a una distancia prudencial de Al. Tenía la sensación de que era lo único que hacíamos. Al lo llamaba ?ampliar su red de contactos?. No me extra?aba que estuviera arruinado.

 

—?Por supuesto, se?orita Morgan! —dijo la gárgola cabizbaja, como si supiera la razón por la que lo mandaba a él en lugar de ir yo misma. Bis extendió las alas y se volvió negro mientras atraía todo su calor hacia sus entra?as para mantener la temperatura de su cuerpo mientras realizaba el corto vuelo que le separaba de la iglesia. Apenas batió sus alas coriáceas por primera vez, se elevó en el aire y, con expresión asustada, voló hacia la iglesia.

 

Una vez sola, recogí del suelo el espejo adivinatorio y la bolsa de galletas con gesto airado. No tenía ninguna gana de llevar el aura de otra persona. Prefería soportar el dolor estoicamente. Con la cabeza gacha, eché a andar por la nieve con dificultad y me estremecí cuando el gélido calor de la línea se apoderó de mí. Normalmente era difícil sentirlas de aquel modo, pero mi aura era muy fina y la única persona que utilizaba aquella línea era yo, ya que era bastante peque?a y estaba rodeada de muertos. La gente era muy supersticiosa.

 

Al descubrir las huellas que yo misma había dejado la semana pasada, avancé unos pasos y dejé las galletas y el espejo en una lápida cercana.

 

—Gracias, Beatrice —susurré leyendo el nombre grabado sobre la lápida.

 

Me rodeé la cintura con los brazos y me quedé mirando la oscuridad de la noche con el deseo de no quedarme helada. Era casi como esperar en una parada de autobús, y me descubrí con la mirada perdida. Con una sonrisa irónica, desenfoqué cuidadosamente la vista (lentamente, hasta que me aseguré de que no me dolería) para activar mi segunda visión, esperando divisar a Al antes de que se presentara sin avisar y me diera un susto de muerte.

 

De improviso, la cinta roja de energía me rodeó con el aspecto de una aurora boreal mientras se henchía y menguaba, fluctuando sin cesar y propagándose hasta quién sabe dónde. A su alrededor se extendía un paisaje destartalado de maleza raquítica y frías rocas. Todo estaba cubierto de una capa rojiza, excepto la luna y las inscripciones de las lápidas, y aunque la primera mostraba en aquel momento su habitual color plateado, apenas cruzaba a siempre jamás, se cubría de una espantosa capa rojiza. Aunque no es que pasáramos demasiado tiempo en la superficie.

 

Me estremecí al sentir que mi pelo empezaba a moverse por efecto del viento de siempre jamás. No había ni rastro de nieve, pero hubiera apostado lo que fuera a que el frío era aún más intenso.

 

—Cuando quieras, Al —exclamé apoyándome en la lápida de Beatrice. Me iba a hacer esperar. Hijo de puta.

 

—?Ah! ?Mi adorada bruja! —suspiró una voz que me resultaba vagamente familiar—. Eres tan astuta como un cepo de acero, pero, en mi humilde opinión, no lograrás mantener unidos tu cuerpo y tu alma por mucho tiempo. Y yo no podré ayudarte si insistes en seguir por esos derroteros.

 

Me volví de repente y me sonrojé al descubrir a Al delante de mí, apoyado de manera informal sobre una lápida con uno de los pies reposando sobre la punta de la bota. Se había presentado bajo la apariencia de Pierce; con las mejillas encendidas, apreté los dientes fuertemente. Pero entonces caí en la cuenta de que Al no sabía nada de Pierce, que no podía saber cuál era la imagen que tenía de él en mi cerebro, ni cómo solía llamarme o cómo sonaba su peculiar acento, una mezcla entre jerga callejera y el inglés anterior a la Revelación.

 

Sin poder salir de mi asombro, me quedé mirando al fantasma, vestido con un anticuado traje de tres piezas y el recuerdo del abrigo largo que tiempo atrás había pertenecido a mi hermano. En esta ocasión no llevaba ni barba ni bigote, y lucía un sombrero de aspecto curioso. Al darse cuenta de que lo estaba mirando, se irguió de golpe, abriendo mucho los ojos bajo la luz de luna.

 

—?Pierce? —dije, insegura—. ?Eres tú?

 

La boca del peque?o hombre se abrió y se quitó el sombrero mientras descendía de la losa. No había ninguna huella tras él.

 

—Debe de ser por la línea —susurró sin salir de su asombro—. Los dos estamos encima, y tú estás comunicándote con ella… utilizando tu segunda visión, ?verdad? —Su rostro se iluminó bajo la luz del porche trasero—. No lo haces muy a menudo, quedarte de pie sobre una línea.

 

La incredulidad me impedía moverme.