—Ah. —Me quedé mirando el impreso—. ?Por qué yo? —pregunté, era un honor que me lo pidiera pero me había dejado perpleja—. Debe de haber montones de mujeres lobo que no dejarían escapar esta oportunidad.
—Las hay. Y ese es el problema. —Dio un paso atrás y se apoyó en la encimera central—. No quiero tener manada. Demasiada responsabilidad. Demasiadas ataduras. Las manadas crecen. E incluso si me metiera en esto con otra mujer lobo con la condición de que solo es un acuerdo sobre el papel y nada más, ella esperaría ciertas cosas, y sus parientes también. —Miró al techo, se le notaba la edad en los ojos—. Y cuando ese tipo de cosas no llegaran, empezarían a tratarla como a una puta en lugar de como a una perra alfa. Ese problema no lo tendré contigo. —Me miró a los ojos—. ?Verdad?
Parpadeé, me había sobresaltado un poco.
—Eh, no. —Una sonrisa me levantó la comisura de los labios. ?Perra alfa? No sonaba nada mal—. ?Tienes un boli? —pregunté.
David soltó un peque?o resoplido, había alivio en sus ojos.
—Necesitamos tres testigos.
No pude dejar de sonreír. Espera a que se lo cuente a Ivy. Se va a partir.
Los dos nos volvimos hacia la ventana cuando se alzaron al cielo las llamas y los gritos de los asistentes. Ivy echó otra rama más de hojas perennes a la hoguera y el fuego volvió a llamear. Mi compa?era de piso se estaba aficionando a aquella tradición familiar de la hoguera del solsticio con un entusiasmo inquietante.
—Se me ocurren tres personas sin tener que pensarlo siquiera —dije mientras me metía el papel en el bolsillo de atrás.
David asintió.
—No tiene que ser esta noche. Pero se acerca el fin del a?o fiscal y tendríamos que presentarlo antes para que puedas empezar a recibir tus beneficios y te incluyan en el nuevo catálogo.
Yo me había puesto de puntillas para coger una jarra para el vino, David estiró el brazo y me la cogió.
—?Hay un catálogo? —pregunté al apoyarme en los talones otra vez.
David abrió mucho los ojos.
—?Prefieres permanecer en el anonimato? Eso cuesta un poco más pero no pasa nada.
Me encogí de hombros sin saber muy bien qué decir.
—?Qué va a decir todo el mundo cuando aparezcas en el picnic de la compa?ía conmigo?
David echó la mitad del vino en la jarra y lo puso a calentar en el microondas.
—Nada. Total, ya piensan que estoy rabioso.
Era incapaz de dejar de sonreír mientras me servía una taza de sidra especiada. Sus motivos quizá fueran interesados (quería sentirse seguro en su trabajo), pero los beneficios serían para los dos. Así que fue de mucho mejor humor como nos dirigimos a la puerta de atrás, él con el vino caliente y la botella medio vacía y yo con mi sidra especiada. El calor de la iglesia me había quitado el frío y encabecé la marcha al salón.
Los pasos de David se ralentizaron cuando vio la habitación iluminada por un fulgor suave. La habíamos decorado Ivy y yo y había violetas, rojos, dorados y verdes por todas partes. El calcetín de cuero de Ivy parecía muy solo en la chimenea así que yo había comprado uno de lana roja y verde con una campanilla en los dedos, estaba dispuesta a abrazar cualquier fiesta que me trajera regalos. Ivy incluso había colgado una media blanca y peque?ita para Jenks que había sacado de la colección de mu?ecas de su hermana, claro que el tarro de miel no iba a caber allí ni de lejos.
El árbol de Navidad de Ivy resplandecía en la esquina con un aspecto etéreo. Yo nunca había tenido uno y me había parecido un honor que me dejara ayudarla a decorarlo con adornos que tenía envueltos en papel de seda. Habíamos convertido aquella noche en una fiesta mientras escuchábamos música y nos comíamos las palomitas que jamás llegaron a convertirse en guirnaldas.
Solo había dos cosas debajo: una para mí y otra para Ivy, las dos de Jenks. El se había ido pero los regalos que nos quería hacer habían quedado en el dormitorio de la otra.
Cogí el pomo de la puerta nueva con un nudo en la garganta. Ya los habíamos abierto, a ninguna de las dos se nos daba muy bien esperar. Ivy se había sentado y se había quedado mirando su Betty Mordiscos con la mandíbula apretada y casi sin respirar. Mi reacción no había sido mucho mejor, casi me había echado a llorar al encontrar un par de móviles en su caja de poliestireno. Uno para mí y el otro, mucho más peque?o, para Jenks. Según el recibo que seguía en la caja, los había activado el mes anterior e incluso había puesto su número en la función de marcado rápido del mío.
Abrí la puerta de un tirón y la sujeté para que pasara David sin dejar de apretar los dientes. Conseguiría que volviera. Aunque tuviera que contratar a un piloto para que escribiera mi disculpa en el cielo, conseguiría que volviera.
—David —le dije cuando pasó a mi lado—. Si te doy algo, ?querrás llevárselo a Jenks?
El hombre lobo me miró desde el primer escalón.
—Quizá —dijo con cautela. Hice una mueca.
—Son solo unas semillas. No encontré nada en mi libro del lenguaje de las flores que dijera ?Lo siento mucho, soy una imbécil?, así que me decidí por las nomeolvides.