Habíamos encendido cada vela que poseía para asegurarme de que podía elegir el momento de contarle a Ivy mis nuevos planes con Kisten, y su fulgor contribuía a la paz que creaba el suave burbujeo del popurrí en la cocina y el ligero amodorramiento que me producía el amuleto para el dolor que llevaba al cuello. El aire olía a jengibre, palomitas de maíz y pastelitos de chocolate y allí sentada, en la mesa de Ivy, con los codos apoyados a ambos lados y jugueteando con los amuletos, me pregunté qué estaría haciendo Kisten.
Por mucho que me costara admitirlo, lo cierto era que me gustaba, y el hecho de poder pasar del miedo y la antipatía a la atracción y el interés, y todo en menos de un a?o, me preocupaba y me avergonzaba. No era propio de mí que, por un culo prieto y un porte encantador, me diera por pasar por alto la sana desconfianza que me inspiraban los vampiros.
Vivir con una vampiresa puede que haya tenido algo que ver, pensé mientras metía la mano en el cuenco de palomitas y me comía una solo porque estaba allí, no para satisfacer el hambre, precisamente. No me parecía que aquella nueva actitud tuviera que ver con la marca demoníaca. Kisten ya me gustaba antes del sexo, o no me habría acostado con él, y él tampoco se había aprovechado de ella para influir en mí.
Me limpié los dedos de sal y clavé los ojos en la nada. Había mirado a Kisten de una forma diferente desde que me había vestido tan elegante y me había hecho sentirme bien. Quizá, pensé mientras cogía otra palomita. Quizá con un vampiro pudiera hallar algo que jamás había podido retener con un brujo, un hechicero o un humano.
Con la barbilla en la mano, me rocé con suavidad la marca demoníaca mientras recordaba el cuidado con el que Kisten me había lavado el pelo y enjabonado la espalda, y lo bien que me había sentido al devolverle el favor. Y me había dejado acaparar la ducha la mayor parte del tiempo. Ese tipo de cosas eran importantes.
El sonido de la puerta de la calle al abrirse desvió mi atención al reloj de golpe. ?Ivy ya estaba en casa? ?Tan pronto? Habría querido estar metida en la cama y poder fingir que estaba dormida cuando llegara.
—?Estás levantada, Rachel? —dijo, en voz lo bastante alta como para que la oyera pero no tanto como para despertarme.
—En la cocina —le contesté. Nerviosa, miré el popurrí. Era suficiente. O eso había dicho Kisten. Me levanté, encendí la lámpara y me volví a sentar. Cuando se encendieron los fluorescentes con un parpadeo, me metí los amuletos por el jersey y la escuché trastear por su habitación. Los pasos en el pasillo fueron rápidos y forzados.
—Hola —dije cuando entró, toda cuero ce?ido y botas altas. Llevaba una bolsa de tela negra colgada de un brazo y en la mano un paquete envuelto en seda del tama?o de una ca?a rota de pescar. Alcé los ojos cuando me di cuenta que se había maquillado. Tenía una imagen profesional y sexy a la vez. ?Adónde iba tan tarde? ?Y así vestida?
—?Qué pasó con la cena con tus padres? —le apunté.
—Cambio de planes. —Colocó las cosas en la mesa, a mi lado y se agachó para rebuscar en uno de los cajones de abajo—. He venido a recoger unas cosas y ya me voy. —Todavía de rodillas, me sonrió y me ense?ó los dientes—. Volveré en un par de horas.
—De acuerdo —dije, un poco confusa. Parecía contenta. Parecía contenta de verdad.
—Hace frío aquí dentro —dijo mientras sacaba tres de mis estacas de madera y las ponía con estrépito en la encimera, junto al fregadero—. Huele como si hubieras tenido las ventanas abiertas.
—Oh, debe de ser por la puerta de contrachapado. —Fruncí el ce?o cuando se levantó tirándose del borde de la cazadora de cuero. Cruzó la habitación a una velocidad casi espeluznante, abrió la cremallera de la bolsa y metió las estacas dentro. La observé sin decir nada, haciéndome mil preguntas.
Ivy dudó un momento.
—?Puedo usarlas? —preguntó al confundir mi silencio con desaprobación.
—Claro, quédatelas —dije, me preguntaba qué estaba pasando. No la había visto con tanto cuero puesto desde que había aceptado aquel encargo para liberar a un ni?o vampiro de un ex celoso. Y la verdad era que yo tampoco quería que me devolvieran ninguna estaca usada.
—Gracias. —Taconeando con las botas por el linóleo, se dirigió a la cafetera. Su rostro ovalado se arrugó con una expresión irritada cuando vio la jarra vacía.
—?Tienes un trabajo? —pregunté.
—Algo así. —Su entusiasmo se atenuó y la observé tirar los posos del café. Me venció la curiosidad y aparté de un tirón la tela de seda para ver lo que cubría.
—?Joder! —exclamé cuando encontré un trozo brillante de acero que olía un poco a aceite—. Pero ?de dónde has sacado una espada?
—Bonita, ?a que sí? —Sin volverse, puso tres cucharadas de café en el filtro y enchufó la cafetera—. Y eso no se puede rastrear como las balas o los amuletos.
Ah, qué idea tan cálida y confusa.
—?Sabes usarla?