Yo asentí educadamente con la cabeza, pero estaba segura de que cualquiera que se esforzara un poco habría podido oír gru?ir mi estómago: ??Y no sería más sencillo que encargaras algo del restaurante chino??.
En la sala ya nos estaban esperando el tío de Gideon, Falk, que, con sus ojos ambarinos y su melena gris, siempre me recordaba a un lobo; el doctor White, muy rígido y con cara de malhumor, con su eterno traje negro, y, para mi sorpresa, también mi profesor de inglés e historia, mister Whitman, también llamado Ardilla. Aquello me hizo sentir doblemente incómoda, y, presa de los nervios, empecé a tirar de la cinta azul cielo de mi vestido. Esa misma ma?ana mister Whitman nos había cogido a mi amiga Leslie y a mí haciendo novillos y nos había echado un sermón, y además, había confiscado las investigaciones de Leslie. Hasta ese momento mi amiga y yo solo suponíamos que podía pertenecer al Círculo Interno de los Vigilantes, pero su presencia aquí parecía confirmar oficialmente nuestras sospechas.
—Ah, por fin has llegado, Gwendolyn —dijo Falk de Villiers amablemente pero sin sonreír.
El tío de Gideon parecía necesitar un buen afeitado, aunque tal vez pertenecía a ese tipo de hombres que se afeitan por las ma?anas y por la noche ya tienen una barba de tres días. Posiblemente se debiera a esa sombra oscura en torno a su boca, pero lo cierto era que parecía bastante más tenso y serio que ayer o incluso que al mediodía. Como un nervioso jefe de la manada.
Mister Whitman, al menos, me gui?ó un ojo, y el doctor White gru?ó algo incomprensible de lo que solo entendí ?mujeres? y ?puntualidad?.
Como siempre, junto al doctor White se encontraba el joven fantasma rubio Robert, que, cuando entré en la sala, me dirigió una sonrisa radiante y fue el único que en realidad pareció alegrarse de verme. Robert era el hijo del doctor White. A los siete a?os se había ahogado en una piscina y desde entonces seguía en espíritu a su padre a dondequiera que fuera.
Naturalmente, nadie podía verlo aparte de mí, y como el doctor White siempre estaba a su lado, aún no había tenido ocasión de mantener una conversación en toda regla con él, por ejemplo sobre por qué seguía vagando por la tierra convertido en fantasma.
Gideon estaba apoyado, con los brazos cruzados, contra una de las paredes decoradas con tallas artísticas de la sala. Su mirada me estudió brevemente y luego se perdió en las galletas de mistress Jenkins. Supongo que su estómago gru?ía tan alto como el mío.
Xemerius, que se había colado en la habitación antes de que yo entrara, miraba a su alrededor con aire de aprobación.
—Caramba, no está mal esta cueva...
Dio una vuelta al recinto, admirando las tallas, que tampoco yo me cansaba de ver. Sobre todo me tenía fascinada la de la sirena que nadaba sobre el sofá. Cada una de sus escamas estaba trabajada hasta el mínimo detalle, y sus aletas centelleaban en todos los tonos del azul. La sala debía su nombre a un enorme dragón que serpenteaba entre las ara?as que colgaban del alto techo y parecía tan real que daba la sensación de que en cualquier momento podía desplegar las alas y salir volando.
Al ver a Xemerius, el joven fantasma abrió unos ojos como platos y se ocultó detrás de las piernas del doctor White.
Me hubiera gustado decirle ?No hace nada, solo quiere jugar? (con la esperanza de que fuera así realmente), pero hablar con un fantasma sobre un daimon en una habitación llena de gente que no podía ver ni al uno ni al otro no era lo más recomendable.
—Voy a ver si encuentro algo más de comer en la cocina —dijo mistress Jenkins.
—Hace rato que debería haberse ido a casa, mistress Jenkins —dijo Falk de Villiers—. últimamente hace demasiadas horas extra.
—Sí, váyase a casa —le ordenó con brusquedad el doctor White—. Nadie va a morirse de hambre.
?Yo iba a morirme de hambre! Y estaba segura de que Gideon pensaba lo mismo. Cuando nuestras miradas se cruzaron, vi que sonreía.
—Pero unas galletas no son precisamente lo que se entiende por una cena saludable para unos ni?os —replicó mistress Jenkins, aunque lo dijo muy bajito.
Naturalmente, Gideon y yo ya no éramos unos ni?os, pero de todos modos me parecía que teníamos derecho a disfrutar de una comida decente. Era una lástima que mistress Jenkins fuera la única que compartía mi opinión, porque por desgracia no pintaba gran cosa. En la puerta tropezó con mister George, que seguía sin aliento y además iba cargado con dos pesados tomos encuadernados en cuero.
—Ah, mistress Jenkins —dijo—. Muchas gracias por el té. Ya puede irse y, por favor, cierre el despacho antes de marcharse.
Mistress Jenkins esbozó una mueca de disgusto, pero se limitó a responder cortésmente:
—Hasta ma?ana, pues.