Rubí (Edelstein-Trilogie #1)

En el segundo piso estaban los aposento de mister Bernhard, el despacho de mi difunto abuelo —Lord montrose— y una enorme biblioteca, Charlotte también tenia su habitación en ese piso, un cuarto situado en un Angulo de la casa y con una galería en saledizo del que mi prima le gustaba presumir. Y su madre ocupaba un salón y un dormitorio con ventanas a la calle.

La tía Glenda se había separado del padre de Charlotte, que ahora vivía con una nueva mujer en algún lado de Kent. Por eso, a parte de mister Bernhard, no había ningún hombre de la casa, a no ser que se cuente como tal a mi hermano. Tampoco había animales de compa?ía apesar de nuestras suplicas. A lady Arista no le gustaban los animales y la tía Glenda era alérgica a todo lo que tuviera pelo.

Mamá, mis hermanos y yo vivíamos en el tercer piso, directamente bajo el tejado, donde había muchas paredes en Angulo pero también dos peque?os balcones. Todos teníamos una habitación propia y Charlotte envidiaba nuestro ba?o, porque el del segundo piso no tenia ventanas, y el nuestro, en cambio, tenía dos. Pero a mi me gustaba nuestro piso porque mamá, Nick, Caroline y yo, lo teníamos para nosotros solos, lo que en esa casa de locos era una bendición.

El único inconveniente era que estábamos condenadamente lejos de la cocina, como bien pude recordar, para mi desgracia cuando ya estaba llegando arriba. Al menos, debería haber cogido una manzana. Ahora tendría que contentarme con las galletas de mantequilla de la provisión que mamá guardaba en el armario.

Temía tanto que volviera la sensación de vértigo que me comí once, una detrás de otra. Luego me saque el zapato y la chaqueta y me dejé caer como un saco en el sofá de la habitación de costura.

De algún modo, el día estaba transcurriendo de forma extra?a, más extra?a que de costumbre.

Eran solo las dos. Hasta al cabo de dos horas y media como mínimo no podría llamar a Leslie para compartir mis problemas con ella. Y mis hermanos tampoco llegarían de la escuela hasta pasadas las cuatro. Normalmente me gustaba estar sola en casa. Así podía tomarme un ba?o tranquilamente sin que nadie llamara a la puerta porque tenía que ir urgente al váter. Podía poner la música a todo volumen y cantar muy alto sin que nadie se riera de mi, y podía ver lo que quisiera en la tele sin que nadie viniera a fastidiarme con un ?Venga, va, que ahora empieza Bob esponja?

Pero no me apetecía hacer nada de eso, ni siquiera quería echarme un sue?ecito, porque tenia las sensación de que el sofá —normalmente, un lugar de recogimiento perfecto— era como una balsa bamboleante en un rió de aguas turbulentas, y tenia miedo de que saliera flotando conmigo en cuanto cerrara los ojos. Para ver si se me pasaba un poco, me levanté y empecé a ordenar. La sala de costura era como nuestra sala de estar extraoficial, porque afortunadamente ni mis tías ni mi abuela cosían, y por eso casi nunca subían al tercer piso, De hecho allí tampoco había ninguna maquina de coser, pero si, en cambio, había una estrecha escalera por la que se podía subir al tejado. La escalera estaba reservada, en principio, al deshollinador, pero Leslie y yo la habíamos convertido en uno de nuestros lugares favoritos. Desde allí arriba teníamos unas vistas fantásticas y era un sitio ideal para mantener una conversación entre chicas. (Por ejemplo, sobre chicos y sobre el hecho de que no conocíamos a ninguno que valiera la pena).

Naturalmente, era un poco peligroso porque allí no había barandilla, sino solo un remante decorativo de hierro galvanizado que llegaba a la altura de las rodillas; pero tampoco se trataba de practicar el salto de longitud sobre las tejas o de bailar al borde del abismo. La llave de la puerta que daba el tejado estaba guardada en el aparador, en un azucarero decorado con rosas. En mi familia nadie sabía que yo conocía el escondrijo. Si se hubieran enterado, se hubiera montado un escándalo de mil demonios, de modo que siempre iba con mucho cuidado para que nadie me viera cuando me deslizaba afuera. Allí también podía tomar el sol, hacer un picnic, o sencillamente esconderme cuando quería estar sola, algo que, como he dicho, me gustaba hacer a menudo, aunque, desde luego, no en este momento.

Doble las colchas de lana, sacudí las migas de galleta del sofá, ahueque los cojines y guarde en su caja las piezas del ajedrez que rodaban por el suelo, incluso regué la maceta de la azalea, que estaba en un rincón sobre el secreter, y pase un pa?o húmedo sobre la mesa, luego eché una mirada a la habitación, impecablemente ordenada. Habían pasado solamente diez minutos y la necesidad de compa?ía era más acuciante que antes.