Rubí (Edelstein-Trilogie #1)

—Los se?ores les esperan, sir.

Seguimos al hombre al primer piso.

—?Realmente puede leer los pensamientos? —susurré.

—?El lacayo? —replicó Gideon también en susurros—. Espero que no, pues estaba pensando que parecía una comadreja.

?Un toque de humor? ?Realmente el se?or-de-camino-a-una-importante-misión se había permitido una broma? Sonreí rápidamente.

(Algo tan positivo merecía ser reforzado.)

—El lacayo, no; el conde —repliqué.

Asintió.

—Al menos, eso es lo que dicen.

—?Ha leído el conde tus pensamientos?

—Si lo ha hecho, no me he dado cuenta.

El lacayo nos abrió una puerta y se inclinó profundamente ante nosotros. Yo permanecí inmóvil. Tal vez lo mejor fuera no pensar en nada, pero eso era sencillamente imposible. En cuanto trataba de no pensar en nada, me veían millones de pensamientos a la cabeza.

—?Primero las damas! —se ofreció Gideon, y me empujó suavemente al interior de la habitación.

Avancé unos pasos y luego me volví a detener, indecisa, sin saber qué se esperaba de mí en esa situación. Gideon me siguió y el lacayo cerró la puerta detrás de nosotros, no sin antes dedicarnos otra profunda reverencia.

Nos encontrábamos en un gran salón lujosamente amueblado, con ventanas muy altas y unas cortinas bordadas que probablemente también hubieran ido bien para hacer un vestido.

Tres hombres nos miraban. El primero era un tipo gordo, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantarse de su silla; el segundo era más joven, tenía una constitución extremadamente musculosa y era el único que no llevaba peluca, y el tercero era alto y delgado y tenía unos rasgos parecidos a los del retrato de la Sala de Documentos.

El conde de Saint Germain.

Gideon se inclinó, aunque no tan profundamente como el lacayo. Los tres hombres se inclinaron también. Yo, por mi parte, no hice absolutamente nada. Nadie me había explicado cómo se dobla la rodilla llevando un miri?aque. Además, lo de doblar la rodilla me parecía una bobada.

—No esperaba volver a veros tan pronto, joven amigo —dijo el hombre al que yo había identificado como el conde de Saint Germain. Su rostro irradiaba satisfacción—. Lord Bromptom, ?puedo presentarle al tatataranieto de mi tatataranieto? Gideon de Villiers.

—?Lord Bromptom!

De nuevo una peque?a reverencia. Por lo visto, lo de estrecharse la mano no estaba de moda.

—Me parece que mi estirpe se ha desarrollado magníficamente, como mínimo, en lo que alegrar la vista se refiere —observó el conde—. Parece que acerté al elegir a la dama de mi corazón. La exagerada curva de la nariz se ha afinado hasta la perfección.

—?Ah, estimado conde! De nuevo trata de impresionarme con sus increíbles historias —dijo Lord Bromptom mientras se dejaba caer de nuevo en su silla, que se veía tan minúscula que pensé que iba a romperse bajo su peso, porque el lord Bromptom no era un poco grueso como mister George, ?era extremadamente gordo!—. Pero no tengo nada contra eso —continuó, mientras sus ojitos de cerdo brillaban de satisfacción—. Con usted uno nunca corre el peligro de aburrirse. A cada momento surge una sorpresa.

El conde rió y se volvió hacía el joven sin peluca.

—?Lord Bromptom es y será siempre un incrédulo, mi querido Miro! Tendremos que pensar en alguna otra cosa para convencerle de la seriedad de nuestra causa.

El hombre respondió en una lengua extranjera áspera y entrecortada, y el conde volvió a reír. Luego se volvió hacia Gideon y dijo:

—Este, mi querido nieto, es mi buen amigo y compa?ero de fatigas Miro Rakoczy, más conocido en los Anales de los Vigilantes como el ?Leopardo Negro?

—Encantado —dijo Gideon.

De nuevo reverencias de una y otra parte.

Rakoczy, ?De qué me sonaba ese nombre? ?Y por qué me resultaba tan inquietante ese personaje?

El conde deslizó lentamente la mirada sobre mí y una sonrisa frunció sus labios. Instintivamente busqué algún parecido con Gideon o Falk de Villiers, pero no encontré ninguno. Los ojos del conde eran muy oscuros, y su mirada tenía una intensidad turbadora que me hizo pensar enseguida en las palabras de mi madre.

?Pensar! No, sobre todo nada de pensar. Pero mi cerebro tenía que tener algo en que ocuparse, de modo que me puse a cantar mentalmente el ?God save the Queen?.