Rubí (Edelstein-Trilogie #1)

Cuando una de las armaduras movió de pronto un brazo y nos apuntó amenazadoramente con una lanza (o lo que fuera aquello), me quedé petrificada del susto. Ahora ya sabía quién nos había estado observando.

De una forma totalmente superflua, la armadura dijo con voz de lata:

—?Alto!

Quise gritar, pero, una vez más, ningún sonido salió de mi boca. De todos modos, comprendí bastante rápido que no era la armadura la que se había movido y había hablado, sino el hombre que se escondía dentro. También la otra armadura parecía habitada.

—Tenemos que hablar con el maestre —anunció Gideon—. Es un asunto urgente.

—Contrase?a —repuso la segunda armadura.

—Qua redit nescitis —respondió Gideon.

Exacto, eso era. Por un momento me sentí francamente impresionada al ver que Gideon había conseguido recordarla.

—Pueden pasar —dijo la primera armadura, e incluso nos sostuvo la puerta.

Detrás se extendía un corredor aún más amplio, también iluminado por antorchas. Gideon encajó la nuestra en su soporte de la pared y siguió adelante a buen paso. Yo le seguí tan rápido como me lo permitía el miri?aque. De hecho, a esas alturas, ya empezaba a faltarme el aliento.

—Esto es como una película de terror. Casi se me para el corazón. ?Pensaba que esas cosas eran decorativas! Quiero decir que las armaduras no son precisamente modernas en el siglo XVIII, ?no? Y tampoco realmente útiles, me parece.

—Los guardias las llevan por tradición —repuso Gideon—. En nuestra época ocurre lo mismo.

—Pues yo no he visto ningún caballero con armadura en nuestra época.

Pero entonces se me ocurrió que tal vez sí los había visto, solo que había creído que se trataba de armaduras sin caballeros.

—Date un poco de prisa —me urgió Gideon.

Para él era muy fácil decirlo, cuando no tenía que arrastras ninguna falda de la medida de una tienda de campa?a.

—?Quién es ?el maestre??

—La orden tiene un gran maestre que la preside. En esta época, naturalmente, es propio del conde. La orden aún es joven, hace solo treinta y siete a?os que el conde la fundó. También más tarde a menudo asumieron la presidencia miembros de la familia De Villiers.

?Significaba eso que el conde de Saint Germain era un miembro de la familia De Villiers? Entonces, ?por qué se llamaba Saint Germain?

—?Y hoy? Hummm… quiero decir, en nuestra época. ?Quién es el gran maestre?

—Actualmente es mi tío Falk —repuso Gideon—. Sustituyó a tu abuelo, lord Montrose.

—Vaya.

?Mi querido y siempre jovial abuelo, gran maestre de la Logia secreta del Conde de Saint Germain! Y yo que siempre había creído que quien llevaba los pantalones era la abuela.

—Entonces, ?qué puesto ocupa lady Arista en la orden?

—Ninguno. Las mujeres no pueden ser miembros de la logia. Los parientes más próximos de los miembros del Círculo de rango superior pasan automáticamente a formar parte del grupo de iniciados del Círculo Exterior, pero no tienen nada que decir.

Estaba claro, sí.

?Tal vez su forma de tratarme era innata entre los De Villiers? ?Una especie de defecto genético que hacía que las mujeres solo merecieran una sonrisa desde?osa de su parte? Por otro lado, había estado muy atento con Charlotte. Y tenía que reconocer que conmigo, al menos por el momento, se comportaba hasta cierto punto.

—?Por qué llamas siempre a tu abuela lady Arista? —preguntó—. ?Por qué no dices abuelita o yaya como hacen otros ni?os?

—Sencillamente es así —repuse—. ?Por qué las mujeres no pueden ser miembros?

Gideon alargó el brazo y me empujo detrás de él.

—Ahora cierra la boca durante un rato.

—?Cómo dices?

En el extremo del corredor distinguí otra escalera. La luz del sol caía sobre ella desde lo alto. Pero, antes de que llegáramos a alcanzarla, dos hombres con las espadas desenvainadas salieron de entre las sombras como si nos hubieran estado esperando.

—Buenos días —dijo Gideon, que, al contrario que yo, no se había sobresaltado, aunque se había llevado la mano a la espalda.

—?Contrase?a! —gritó el primer hombre.

—Ayer ya estuviste aquí —informó el otro hombre, y dio un paso adelante para observar a Gideon—. O tu hermano menor. El parecido es asombroso.

—?Es ese el joven que puede surgir de la nada? —preguntó el otro hombre.

Los dos se quedaron mirando a Gideon con la boca abierta. Llevaban ropas parecidas a las suyas, y no cabía duda de que madame Rossini tenía razón: al hombre del rococó le gustaba el colorido. Estos de aquí habían combinado el turquesa con flores lila con el rojo y el marrón, y uno de ellos llevaba, de hecho, una levita amarillo limón. La combinación hubiera podido resultar horrible, pero en cierto modo tenía su gracia, solo que era un pelín chillona.

Ambos llevaban sendas pelucas que formaban, sobre las orejas, rizos parecidos a salchichas, y en la nuca una peque?a coleta atada con una cinta de terciopelo.