—?No conocen la hora de su retorno? —tradujo el doctor White.
—Una traducción muy florida —convino mister George—. También podría decirse ?No saben cuándo…?.
—?Se?ores, por favor! —Mister De Villiers dio unos expresivos golpecitos a su reloj de pulsera—. ?Estás listo, Gideon?
Gideon tendió su mano al doctor White, que abrió un registro del cronógrafo y colocó el índice en la abertura. Se oyó un ligero zumbido cuando en el interior del aparato las ruedas dentadas se pusieron en movimiento. Sonaba casi como una melodía. Como en un reloj de música. Una de las piedras preciosas. Un enorme diamante, se puso a brillar de pronto desde dentro y la cara de Gideon quedó ba?ada en una luz blanca y clara. En el mismo instante desapareció.
—Alucinante —susurré impresionada.
—Ahora es tu turno— me se?alo mister George—. Colócate exactamente aquí.
El doctor White continuó:
—Y piensa en lo que ya hemos recalcado: atenderás a lo que te diga Gideon. Quédate siempre a su lado, pase lo que pase.
El doctor me cogió de la mano y colocó mi dedo índice en el registro abierto. Algo puntiagudo me pinchó en la yema del dedo e instintivamente traté de retirarlo.
—?Au!
El doctor White mantuvo mi mano apretada contra el registro.
—?No te muevas!
Esta vez en el cronógrafo empezó a brillar una gran piedra azul. La luz azul se extendió cegándome. Lo último que vi fue mi enorme sombrero, que se había quedado olvidado en la mesa. Luego todo se oscureció a mi alrededor.
Una mano me sujetó el hombro.
?Cómo demonios era aquella estúpida contrase?a? Qua disitas disitis.
—?Eres tú, Gideon? —susurré.
—?Y quién si no? —me respondió susurrando también, y apartó la mano—. ?Bravo, no te has caído!
Encendió una cerilla y un instante después la luz de una antorcha iluminó la habitación.
—Qué bien. ?También te la has traído?
—No, ya estaba aquí. Aguántala.
Mientras cogía la antorcha, me alegré de no llevar puesto mi estúpido sombrero. Seguro que aquellas enormes plumas bamboleantes se hubieran encendido en un visto y no visto y yo misma me hubiera convertido en una bonita antorcha llameante.
—Silencio —susurró Gideon, aunque yo no había dicho ni mu.
Mi compa?ero había abierto la puerta (?se había traído la llave, o ya estaba puesta en la cerradura?; no me había fijado) y ahora miraba con cuidado hacia el corredor. Todo estaba oscuro como boca de lobo.
—Aquí huele a podrido —dije.
—Tonterías. ?Ven!
Gideon cerró la puerta detrás de nosotros, volvió a cogerme la antorcha de la mano y entró en el tenebroso corredor. Le seguí.
—?No quieres volver a vendarme los ojos? —dije bromeando a media.
—Está todo oscuro, de todas maneras, tampoco podrías recordar nada —respondió Gideon—. Razón de más para que no te apartes de mi lado. Porque, como máximo en tres horas, tenemos que volver a estar aquí abajo.
Una razón más por la que debería conocer el camino. ?Cómo iba a arreglármelas si a Gideon le pasaba algo o si nos separábamos? No me parecía una buena idea dejarme así de colgada. Pero me mordí la lengua. No tenía ganas de ponerme a discutir con el se?or sabelotodo precisamente en ese momento.
Aquello olía a moho, mucho más que en nuestra época. ?A qué a?o debíamos haber viajado esta vez?
Era un olor muy peculiar, como si allí abajo hubiera algo que se estuviera descomponiendo. Por algún motivo, de pronto pensé en las ratas. ?En las películas, los pasadizos largos y oscuros y una antorcha siempre iban unidos a las ratas! Asquerosas ratas negras con ojos que brillaban en la oscuridad. O ratas muertas. Ah, sí, y ara?as. Las ara?as también salían siempre. Me esforcé en no tocar las paredes y en no imaginarme cómo las gruesas ara?as se agarraban a la orla de mi vestido y reptaban lentamente por debajo para trepar por mis piernas desnudas.
En lugar de eso, me puse a contar los pasos que daba hasta cada giro. Después de cuarenta y cuatro pasos, a la derecha; cincuenta y cinco, y a la izquierda; luego otra vez a las izquierda y llegamos a una escalera de caracol que subía. Me remangué la falda tanto como pude para poder mantenerme a la altura de Gideon. En algún lugar ahí arriba había luz, y la claridad fue aumentando a medida que subíamos hasta que finalmente nos encontramos en un corredor ancho iluminado por un gran número de antorchas fijadas en las paredes.
En el extremo del corredor había una puerta ancha, con una armadura a la derecha y otra a la izquierda tan oxidadas como en nuestra época.
Aunque, afortunadamente, no se veía ninguna rata, tenía la impresión de que me observaban, y, cuanto más me acercaba a la puerta, más intensa se hacía esa sensación. Miré a mi alrededor, pero el corredor estaba vacío.