—Eso tiene fácil solución —ofreció el secretario, e hizo una se?al con la cabeza al de amarillo—. Encárgate personalmente, Wilbour.
—Pero ?no vamos un poco justos de tiempo? —pregunté, pensando ya en el largo camino de vuelta por el mohoso sótano—. Para llegar en carruaje a Wigmore Street necesitaremos… —Nuestro dentista tenía su consulta en Wigmore Street. La parada de metro más próxima era Bond Street, Central Line. Pero desde aquí hubiéramos tenido que hacer al menos un transbordo. ?Y eso viajando en metro! No quería ni imaginar lo que tardaríamos en llegar con un carruaje.
—Tal vez sería mejor que lo dejáramos para otra ocasión —dije.
—No —replicó Gideon, y acto seguido me sonrió.
Su rostro tenía una expresión que no acababa de interpretar. ?La emoción de la aventura, tal vez?
—Aún nos quedan dos horas y media —dijo animadamente—. Iremos a Wigmore Street.
El viaje en coche de caballos por Londres se convirtió en lo más emocionante que había vivido hasta ese momento. Por algún motivo me había imaginado el Londres sin automóviles como un lugar apacible, con gente que paseaba tranquilamente por las calles con sombrillas y sombreros y algún carruaje que avanzaba parsimoniosamente entre ellos, sin olor a gases de escape, sin taxistas desconsiderados que conducían a toda velocidad y amenazaban con atropellarte incluso en un paso de peatones con el semáforo en verde.
Pero, de hecho, era cualquier cosa menos apacible. En primer lugar, llovía. Y, en segundo lugar, el tráfico, aún sin coches ni automóviles, era absolutamente caótico: carruajes y carros de todo tipo se apelotonaban en las calles, salpicando el lodo y el agua de los charcos en todas direcciones. Y aunque no olía a gases de escape, el olor que flotaba en el aire —cierto tufo a podrido mezclado con la peste a bosta de caballo y otros excrementos— no era precisamente agradable.
Nunca en mi vida había visto tantos caballos juntos. Nuestro carruaje iba tirado por cuatro preciosos caballos negros. El hombre de la levita amarilla iba sentado en el pescante y guiaba a los animales por entre el barullo a un ritmo de locos. El coche se tambaleaba salvajemente de un lado a otro, y cada vez que los caballos tomaban una curva tenía la sensación de que íbamos a volcar. Entre el miedo que tenía y lo concentrada que estaba en evitar que una sacudida me lanzara sobre Gideon, no pude distinguir gran cosa del Londres que pasaba ante la ventana del carruaje; pero, en las pocas ocasiones en que miré hacia fuera, no pude reconocer nada de lo que veía. Era como si hubiera aterrizado en una ciudad totalmente distinta.
—Esto es Kingsway —me indicó Gideon—. Irreconocible, ?verdad?
Nuestro cochero inició una temeraria maniobra de adelantamiento de un tiro de bueyes y un carruaje parecido al nuestro, y esta vez no pude evitar que la fuerza de la gravedad me lanzara sobre Gideon.
—Este tipo debe de creerse que es Ben Hur —observé mientras me deslizaba otra vez a mi rincón.
—Conducir un coche de caballos es terriblemente divertido —comentó Gideon, como si envidiara al hombre del pescante—. Claro que en un coche abierto es todavía mejor. Los faetones son mis preferidos.
El carruaje saltó de nuevo y sentí que empezaba a marearme. Desde luego, aquello no estaba hecho para estómagos delicados.
—Me parece que prefiero un Jaguar —susurré con voz apagada.
De todos modos, tuve que reconocer que habíamos llegado a Wigmore Street mucho más rápido de lo que había creído posible. Bajamos ante una casa suntuosa y miré a mi alrededor, pero no pude reconocer nada de nuestra época en esa parte de la ciudad, aunque, para mi desgracia, había tenido que ir al dentista más a menudo de lo que hubiera querido. A pesar de todo, en el ambiente flotaba algo familiar. Y había dejado de llover.
El lacayo que nos abrió la puerta afirmó al principio que lord Bromptom no estaba en casa, pero Gideon le dejó claro que sabía que no era así y que perdería su puesto ese mismo día si no nos llevaba inmediatamente al amedrentado lacayo que se apresurara.
—?Tienes un anillo propio? —le pregunté mientras esperábamos en el vestíbulo.
—Sí, naturalmente —repuso Gideon—. ?No estás un poco emocionada?
—?Por qué? ?Debería estarlo?
Aún me encontraba bajo los efectos del viaje en carruaje, de modo que al principio no pude imaginar nada más excitante; pero en cuanto comprendí el sentido de sus palabras, mi corazón se puso a palpitar desbocado. Recordé lo que mi madre me había dicho sobre el conde de Saint Germain. Si ese hombre realmente podía leer los pensamientos…
Me palpé el peinado: seguramente estaría todo revuelto por el viaje.
—Estás perfecta —dijo Gideon con una ligera sonrisa.
?A qué venía ese halago? ?Estaba decidido a ponerme nerviosa?
—?Sabes una cosa?, nuestra cocinera también se llama Brompton —afirmé para ocultar mi turbación.
—Sí, el mundo es un pa?uelo —repuso Gideon.
El lacayo bajó corriendo las escaleras haciendo volar los faldones de su levita.