—Todo va bien —indicó Gideon—. Soy yo. Ahora hay unos pelda?os que bajan. Cuidado.
Durante un rato caminamos el uno junto al otro en silencio, a veces recto adelante y otras bajando una escalera o doblando una esquina, mientras yo me concentraba principalmente en evitar que me temblara o me sudara la mano. Gideon no debía notar que su proximidad me hacía sentir cohibida. ?Se habría dado cuenta de cómo se me había acelerado el pulso?
Entonces, de pronto, mi pie derecho se hundió en el vació y di un traspié, y seguro que me hubiera caído si Gideon no me hubiera sujetado y me hubiera tirado había atrás. Sus manos me rodeaban la cintura.
—Cuidado, escalones —me advirtió.
—Ah, gracias por nada, ya me he dado cuenta al torcerme el tobillo —repuse indignada.
—Por Dios, Gideon, presta más atención —le rega?ó mister George—. ?Ven aquí! Coge el sombrero. Yo ayudaré a Gwendolyn.
Me resultó más fácil caminar de la mano de mister George. Tal vez porque podía concentrarme más en mis pasos y no tanto en procurar que no me temblara la mano. Nuestro paseo duró una eternidad. De nuevo me dio la sensación de que nos hundíamos profundamente bajo tierra, y, cuando por fin nos detuvimos, tuve la sospecha de que me habían hecho dar unos cuantos rodeos innecesarios para confundirme.
Abrieron la puerta, luego la cerraron, y por fin mister George me quitó la venda de los ojos.
—Ya hemos llegado.
—Resplandeciente como una ma?ana de primavera —dijo el doctor White, dirigiéndose a Gideon y no a mí.
—?Muchas gracias! —Gideon hizo una peque?a reverencia—. Es el último grito de París. En realidad tendría que haber llevado, además, pantalones y guantes amarillos, pero no me he sentido con fuerzas.
—Madame Rossini está furiosa —repuso mister George.
—?Gideon! —exclamó mister De Villiers, que había aparecido detrás de mister White, en tono de reproche.
—?Pantalones amarillos, tío Falk!
—No vas a encontrarte con unos antiguos compa?eros de colegio que se rían de tu aspecto, ?sabes? —le recriminó mister De Villiers.
—No —replicó Gideon al tiempo que lanzaba mi sombrero sobre la mesa—. Más bien con tipos que llevan levitas de color rosa bordadas que consideran el no va más de la elegancia —dijo estremeciéndose.
Mis ojos se habían acostumbrado a la luz, y miré a mi alrededor intrigada. La habitación no tenía ventanas, como era de esperar, y tampoco había ninguna chimenea. Busqué en vano una máquina del tiempo, pero solo vi una mesa y unas cuantas sillas, un arcón, un armario y, en la pared, una sentencia en latín grabada en la piedra.
Mister De Villiers me sonrió afablemente.
—El azul te sienta de maravilla, Gwendolyn. Y madame Rossini ha hecho una verdadera obra de arte con tus cabellos.
—Hummm… Gracias.
—Deberíamos darnos prisa, me estoy muriendo de calor con toda esta ropa.
Gideon apartó el manto a un lado, dejando al descubierto la espada que colgaba de su cinturón.
—Ponte aquí.
El doctor White se acercó a la mesa y desenvolvió un objeto cubierto con un pa?o de terciopelo rojo que, a primera vista, parecía un gran reloj de chimenea.
—Ya he realizado todos los ajustes. Podréis disponer de una ventana temporal de tres horas.
Después de mirarlo mejor, vi que el objeto no era un reloj, sino un curioso aparato de madera pulida y metal con innumerables botones, registros y ruedecitas. Todas las superficies estaban pintadas con miniaturas del Sol, la Luna y las estrellas y marcadas con signos y motivos misteriosos. El aparato tenía forma de alabeada, como una caja de violín, y estaba adornado con resplandecientes piedras preciosas, unos pedruscos tan gruesos que era imposible que fueran auténticos.
—?Ese chisme tan peque?o es el cronógrafo?
—Pesa cuatro kilos y medio —repuso el doctor White, y su voz estaba tan llena de orgullo como la de un padre hablando del peso de su hijo recién nacido—. Y, antes de que lo preguntes, sí, las piedras son todas auténticas. Solo este rubí de aquí es de seis quilates.
—Gideon viajará primero —anunció mister De Villiers—. ?La contrase?a?
—Qua redit nescitis —repuso Gideon.
—?Gwendolyn?
—?La contrase?a!
—?Qué contrase?a?
—Qua redit nescitis —repitió mister De Villiers—. La contrase?a de los Vigilantes para este 24 de septiembre.
—Estamos a 6 de abril.
Gideon puso los ojos en blanco.
—Aterrizaremos en el 24 de septiembre, y dentro de estos muros. Para que los Vigilantes no nos corten la cabeza, debemos conocer la contrase?a. Qua redit nescitis. ?Repítela!
—Qua redit nescitis —dije.
Imposible, nunca conseguiría recordarla durante más de un segundo. Ya está, ya la había olvidado. ?Me dejaría escribirla en una hoja de papel?
—?Qué significa?
—?Es que no te ense?an latín en la escuela?
—No —respondí.
Tenía francés y alemán, y ya era bastante duro.