—Sobre todo, ve con cuidado —tuvo tiempo de decir Leslie antes de que cerrara el teléfono y lo deslizara en mi escote. El peque?o hueco entre mis pechos tenía el tama?o justo para esconder un móvil. ?Qué debían guardar antes las damas ahí? ?Frasquitos de veneno, un diminuto revólver, cartas de amor?
Lo primero que me pasó por la cabeza cuando Gideon entró en la habitación fue: ?Por qué él no tiene que llevar sombrero? Lo segundo fue: ?cómo puede uno estar tan guapo vestido con una chaqueta de muaré roja, unos pantalones de color verde oscuro que terminan bajo las rodillas y leotardos de seda a rayas? Y si pensé algo más, debió de ser, a lo sumo, algo como: ?Espero que no se me vea en la cara lo que estoy pensando?.
Los ojos verdes me rozaron fugazmente.
—Elegante sombrero.
—Precioso —se?aló mister George, que había entrado detrás de él en el cuarto de costura—. Madame Rossini, ha hecho con usted un trabajo magnífico.
—Sí, lo sé —repuso madame Rossini.
La modista se había quedado en el pasillo. La habitación no era bastante grande para todos porque mi falda ya ocupaba la mitad del espacio libre.
Gideon se había recogido los rizos en la nuca con una cinta, y eso me dio la oportunidad de devolverle la pelota.
—?Qué bonita cinta de terciopelo! —dije con toda la sorna de que fui capaz—. ?Nuestra profesora de geografía lleva una exactamente igual!
En lugar de mirarme con mala cara, Gideon sonrió irónicamente.
—Bueno, la cinta aún puede pasar. Deberías verme con peluca.
?Bien mirado, ya lo había hecho?, pensé.
—Monsieur Gideon, le había preparado los pantalones de media pierna amarillo limón, no los oscuros.
La modista había pronunciado algo que había sonado como midiapigná. Cuando madame Rossini se indignaba, aún se le marcaba más el acento.
Gideon se volvió hacia la modista.
—?Pantalones amarillos con una chaqueta roja, leotardos de Pipip Calzas largas y un manto marrón con botones dorados? Me pareció demasiado chillón, la verdad.
—?El vestuario del hombre del rococó es chillón! —Madame Rossini le miró severamente—. Y aquí la experta soy yo, no usted.
—Sí, madame Rossini —dijo Gideon cortésmente—. La próxima vez le haré caso.
Miré sus orejas. No se abrían ni un poquito y no llamaban la atención en ningún sentido. Me sentí casi aliviada al comprobarlo, aunque, naturalmente, tanto daba.
—?Dónde están los guantes amarillos de gamuza?
—Oh, pensé que si no me ponía los pantalones, también sería mejor que dejara los guantes.
—?Oh, si, claro! —Madame Rossini chasqueó la lengua—. Con todo mis respetos, joven, aquí no se trata del gusto por la moda sino de mantener la autenticidad. Aparte de eso, me he preocupado de que todos los colores elegidos armonicen bien con su cara, muchacho desagradecido.
Refunfu?ando, nos dejó pasar.
—Muchísimas gracias, madame Rossini —dije.
—?No hay por qué darlas, mi peque?o cuello de cisne! ?Ha sido un placer! Tú al menos sabes apreciar mi trabajo.
Sonreí. Me gustaba eso de ser un peque?o cuello de cisne.
Mister George me gui?ó un ojo.
—Si quiere hacer el favor de seguirme, miss Gwendolyn.
—Primero te vendaremos los ojos —dijo Gideon, y alargó el brazo para sacarme el sombrero.
Mister George me dirigió una sonrisa a modo de disculpa.
—El doctor White ha insistido.
—?Pero eso le destrozará el peinado! —Madame Rossini apartó los dedos de Gideon—. ?Tiens! ?Quieres arrancarle los cabellos al mismo tiempo? ?No ha oído hablar de los alfileres de sombrero? ?Así! —Le alargó el sombrero y el alfiler a mister George—. ?Cójalo con cuidado, hágame el favor!
Gideon me vendó los ojos con un pa?o negro. Cuando su mano me rozó la mejilla, instintivamente contuve el aliento, pero por desgracia no pude evitar sonrojarme, aunque por suerte él no pudo verlo porque estaba detrás de mí.
—?Au! —grité; me había cogido unos cuantos cabellos en el nudo.
—Perdón. ?Ves algo?
—No. —Ante mis ojos todo era oscuridad—. ?Por qué no puedo ver adónde vamos?
—No debes conocer la localización exacta del cronógrafo —me informó Gideon.
Me puso la mano en la espalda y me empujó hacia delante. Era una sensación extra?a eso de avanzar a ciegas en el vacío, y la mano de Gideon en mi espalda me desconcertaba más todavía.
—Me parece una precaución totalmente superflua —continuó diciendo—. Esta casa es un laberinto. Jamás podrías volver a encontrar esta habitación. Además, mister George opina que estás por encima de toda sospecha en lo que hace a una posible traición.
Era un detalle por parte de mister George, aunque yo no sabía exactamente qué sentido tenía aquello. ?Quién podía estar interesado en conocer el lugar donde se encontraba el cronógrafo, y por qué?
Choqué con el hombro contra algo duro.
—?Au!
—Cógela de la mano, Gideon, no seas bruto —le reprendió mister George un poco enojado—. No es ningún carrito de la compra, ?sabes?
Sentí cómo una mano cálida y seca se cerraba en torno a la mía y me estremecí.