—Acaba de irse —dijo mister Marley—. De hecho tendría que haberse cruzado con él.
—Oh, en ese caso me voy corriendo, tal vez aún le alcance. ?Vienes tú también Thomas? —Después de dirigirme una mirada de soslayo, mister George asintió con la cabeza—. Ya nos veremos ma?ana para el baile, Gwendolyn. —Ya estaba saliendo por la puerta cuando se volvió de nuevo y dijo como de pasada—: Ah, y saluda a tu madre de mi parte. Supongo que está bien, ?no?
—?Mi madre? Sí, está bien.
—Me alegra oírlo. —Imagino que puse cara de sorpresa, porque carraspeó y a?adió—: No es fácil hoy día para una madre criar sola a los hijos y trabajar al mismo tiempo, por eso me alegro de que todo le vaya bien.
Ahora sí que le miré con cara de asombro.
—?O tal vez me equivoco y en realidad no está sola? A una mujer tan atractiva como Grace seguro que no le faltan pretendientes; tal vez incluso tenga pareja fija…
Falk me miró con aire esperanzado, pero cuando vio que yo arrugaba la frente, echó un vistazo a su reloj de pulsera y exclamó:
—Oh, vaya, se ha hecho muy tarde. Ahora sí que tengo que irme.
—?Eso era una pregunta? —inquirí después de que Falk hubiera cerrado la puerta.
—Sí —dijeron al unísono mister George y mister Marley, y este último se puso como un pimiento—. Hum… al menos a mí me ha parecido como si quisiera saber si tiene pareja fija —murmuró.
Mister George se echó a reír.
—Falk tiene razón, se ha hecho muy tarde. Si nuestro Rubí quiere tener tiempo libre esta noche, debemos enviarla ahora mismo al pasado. ?Qué a?o elegimos, Gwendolyn?
Como habíamos acordado con Leslie, dije esforzándome en aparentar indiferencia:
—Tanto da. La otra vez, en el a?o 1956 (?era 1956, no?) no había ratas en el sótano y estuve bastante cómoda. —Naturalmente, no mencioné que en medio de mi desratizada comodidad había tenido un encuentro secreto con mi abuelo—. Allí podría aprender un poco de vocabulario francés sin temblar de miedo todo el tiempo.
—No hay problema —dijo mister George, y abrió un grueso diario mientras mister Marley corría a un lado el tapiz que ocultaba la caja fuerte con el cronógrafo.
Traté de mirar por encima del hombro de mister George mientras pasaba las páginas, pero sus anchas espaldas no me permitían ver.
—Veamos, fue el 24 de julio de 1956 —dijo mister George—. Y tú estuviste allí toda la tarde y saltaste de vuelta a las 18.30.
—Las 18.30 sería una buena hora —dije yo rezando interiormente por que nuestro plan funcionara. Si podía saltar exactamente al momento en que había abandonado la habitación la otra vez, mi abuelo aún estaría abajo y no tendría que perder el tiempo buscándolo.
—Creo que será mejor que elijamos las 18.31, no vaya a ser que te tropieces contigo misma.
Mister Marley, que había colocado la caja del cronógrafo sobre la mesa y ahora sacaba con mucho cuidado el aparato, del tama?o de un reloj de chimenea, de su funda de terciopelo, murmuró:
—Pero en realidad no puede decirse que eso sea de noche. Mister Whitman indicó que…
—Sí, ya sabemos que mister Whitman se toma las normas muy en serio —dijo mister George mientras se concentraba en las ruedecitas dentadas.
Sobre la superficie de aquel extra?o aparato, entre delicados motivos geométricos y dibujos coloreados de planetas, animales y plantas, resplandecían unas piedras preciosas engastadas tan gruesas y brillantes que casi parecían artificiales —como las joyas autoadhesivas con las que a mi hermana peque?a le gustaba jugar—. A cada uno de los viajeros del tiempo en el Círculo de los Doce le correspondía una piedra preciosa. Para mí había un rubí, y el diamante, que era tan enorme que con el dinero obtenido con su venta se habría podido comprar todo un bloque de pisos, era ?propiedad? de Gideon.
—Pero imagino que los dos somos lo bastante caballeros para no dejar a una joven dama sola de noche en un sótano oscuro, ?no es cierto, Leo? —acabó mister George.
Mister Marley asintió no muy convencido.
—Leo es un bonito nombre —dije yo.
—Viene de Leopold —repuso mister Marley, y sus orejas se pusieron rojas como las luces traseras de un coche mientras se sentaba a la mesa, abría el diario y desenroscaba el capuchón de una pluma. La escritura peque?a y pulcra con que se habían anotado las largas hileras de fechas, horas y nombres sin duda era suya—. Mi madre encuentra que es un nombre horroroso, pero es una tradición ponérselo a todos los primogénitos de nuestra familia.
—Leo es un descendiente directo del barón Miroslaw Alexander Leopold Rakoczy —explicó mister George, y mientras hablaba se volvió un momento hacia mí y me miró a los ojos—. Ya sabes, el legendario compa?ero del conde de Saint Germain conocido en los Anales con el nombre del Leopardo Negro.
Yo estaba perpleja.