Esmeralda (Edelstein-Trilogie #3)

Me apoyé gustosamente en él. Por una vez me alegraba de tener que realizar mi salto controlado en el tiempo diario, y no solo porque me permitía escapar del cruel presente llamado Gideon, sino también porque el salto de hoy era el elemento clave en el plan maestro que Leslie y yo habíamos trazado, siempre y cuando funcionara, claro.

De camino a las profundidades del enorme sótano abovedado, mister George y yo atravesamos el cuartel general de los Vigilantes. El recorrido era extraordinariamente enrevesado y se extendía a lo largo de varios edificios. Había tantas cosas que ver, incluso en los intrincados pasadizos, que una casi tenía la sensación de encontrarse en un museo: innumerables pinturas enmarcadas, planos geográficos antiquísimos, tapices tejidos a mano y colecciones completas de espadas colgaban de las paredes; objetos que parecían muy valiosos, como porcelanas, libros encuadernados en cuero y antiguos instrumentos de música, se exponían en vitrinas, y había montones de arcas y cajitas talladas, a las que en otras circunstancias me hubiera encantado echar una ojeada.

—No entiendo nada de maquillaje, pero si necesitas a alguien con quien hablar sobre Gideon, soy bueno escuchando —dijo mister George.

—?Sobre Gideon? —repetí despacio, como si primero tuviera que pensar de quién hablaba—. Todo va bien entre Gideon y yo. —?Sííí, perfecto! Mientras caminaba, golpeé la pared con el pu?o—. Somos amigos, solo amigos. —Por desgracia, la palabra ?amigos? no salió con mucha fluidez de entre mis labios, sino que más bien la escupí entre dientes.

—Yo también he tenido dieciséis a?os, Gwendolyn. —Los ojillos de mister George brillaban de afecto—. Y te prometo que no diré que ya te había prevenido…

—Estoy segura de que usted era un chico encantador con dieciséis a?os. —No podía imaginarme a mister George utilizando tácticas retorcidas ni enga?ando a nadie con besos y palabras bonitas.

?… Basta que estés conmigo en la misma habitación para que enseguida tenga la necesidad de tocarte y de besarte.? Mientras caminaba, traté de ahuyentar el recuerdo de la mirada intensa de Gideon pisando con más fuerza. La porcelana se puso a vibrar en las vitrinas.

Perfecto. ?Quién necesitaba bailar el minué para descargar la rabia? Con eso era más que suficiente. Aunque hacer a?icos alguno de esos jarrones tan valiosos tal vez habría reforzado el efecto.

Mister George me miró durante un rato con el rabillo del ojo, pero al final se contentó con apretarme el brazo y suspirar.

De vez en cuando pasábamos junto a una armadura, y como ya me había ocurrido antes, cada vez tenía la desagradable sensación de que alguien me observaba desde dentro.

—Ahí hay alguien, ?verdad? —le susurré a mister George—. Un pobre novicio que no puede ir al váter en todo el día, ?no? Me doy perfecta cuenta de que ahora mismo nos está observando.

—No —dijo mister George, y rió bajito—. Pero hay cámaras de vigilancia instaladas en las viseras, de ahí que tengas la sensación de que te observan.

Vaya, con que cámaras de vigilancia… Bueno, al menos no tenía que compadecerme de ellas.

Cuando llegamos a la primera escalera que bajaba hacia los sótanos, recordé que mister George se había olvidado de algo.

—?No me quiere vendar los ojos?

—Creo que hoy podemos ahorrárnoslo —respondió mister George—. No hay nadie aquí que nos lo prohíba, ?no es cierto?

Lo miré perpleja.

Normalmente tenía que recorrer el camino con los ojos tapados con un pa?uelo negro, porque los Vigilantes no querían que pudiera encontrar por mi cuenta el lugar donde se guardaba el cronógrafo. Por algún motivo consideraban probable que se lo robara si tenía la oportunidad, lo que naturalmente era una estupidez, porque aquel trasto no solo me parecía siniestro —?funcionaba con sangre!—, sino que tampoco tenía la menor idea de cómo se utilizaban sus incontables engranajes, palancas y cajoncitos. Pero, en lo que al tema de los robos se refería, todos los Vigilantes se comportaban como unos paranoicos.

Seguramente eso se explicaba porque en otro tiempo había habido dos cronógrafos. Hacía casi diecisiete a?os, mi prima Lucy y su novio Paul, los números nueve y diez en el Círculo de los Doce, se habían escapado con uno de ellos, aunque todavía no había descubierto cuál había sido exactamente el motivo que habían tenido para hacerlo, de hecho, había un montón de cosas en las que andaba a ciegas en todo ese asunto.

—Por cierto madame Rossini nos ha hecho saber que ha elegido un nuevo color para tu vestido de baile, no recuerdo cuál, pero estoy convencido de que estarás arrebatadora con él. —Mister George rió entre dientes—. Aunque hace un rato Giordano ha vuelto a pintármelo todo de negro y me ha vuelto a recitar la lista completa de los espantosos faux pas que vas a cometer en el siglo XVIII.