El Corredor Del Laberinto (The Maze Runner #1)

Dudó al intentarlo, pero se armó de valor y tiró de la enredadera con todas sus fuerzas. Aguantaba. Volvió a tirar. Una y otra vez, estirando y soltando con ambas manos. Entonces levantó los pies, se colgó de la planta y su cuerpo se balanceó hacia delante. La enredadera resistía.

De inmediato, Thomas se agarró a otras enredaderas, las separó de la pared y creó una serie de cuerdas para trepar. Las probó todas y resultaron ser igual de fuertes que la primera. Animado, volvió a donde estaba Alby y le arrastró hacia las plantas.

Un fuerte chasquido se oyó en el interior del Laberinto, seguido de un horrible sonido de metal abollado. Thomas, sobresaltado, se dio la vuelta para mirar; estaba tan concentrado en las enredaderas que por un momento había dejado de pensar en los laceradores. Escudri?ó las tres direcciones del Laberinto. No pudo ver nada que se estuviera acercando, pero los sonidos, los zumbidos, los crujidos y el repiqueteo cada vez eran más fuertes. Y el ambiente se había iluminado un poco; ahora podía distinguir más detalles del Laberinto que hacía tan sólo unos minutos.

Recordó las luces extra?as que había observado con Newt a través de la ventana del Claro. Los laceradores estaban cerca. Tenían que estarlo.

Thomas se deshizo del pánico que iba en aumento y se puso a trabajar. Cogió una de las lianas y la enrolló alrededor del brazo derecho de Alby. La planta llegaría lo justo, así que tenía que levantar a Alby todo lo que pudiera para que funcionara. Después de varias vueltas, ató la enredadera. Luego, cogió otra liana y la enrolló alrededor del brazo izquierdo de Alby; después, hizo lo mismo con las dos piernas y las ató bien fuerte. Le preocupaba cortarle la circulación al clariano, pero decidió que merecía la pena arriesgarse.

Trató de ignorar las dudas sobre el plan que se filtraban en su mente y continuó. Ahora le tocaba a él.

Se agarró a una enredadera con ambas manos y comenzó a trepar justo hasta colocarse encima de donde acababa de atar a Alby. Las gruesas hojas de hiedra le servían como asideros, y Thomas se puso eufórico al ver que todas las grietas que tenía el muro de piedra eran perfectas para apoyar los pies mientras subía. Empezó a pensar lo fácil que sería sin…

Se negó a terminar aquel pensamiento. No podía dejar a Alby allí tirado.

Una vez que llegara a un punto unos metros por encima de su amigo, Thomas se enrollaría algunas lianas alrededor del pecho y les daría unas cuantas vueltas hasta ce?írselas bien en las axilas para sostenerse. Despacio, se dejó caer, despegando las manos, pero con los pies bien firmes en una gran grieta. El alivio le invadió cuando la enredadera siguió aguantándole.

Ahora venía la parte más difícil.

Las cuatro lianas que ataban a Alby colgaban tirantes a su alrededor. Thomas cogió la que sujetaba la pierna izquierda de Alby y tiró. Tan sólo pudo levantarla unos centímetros antes de soltarla; pesaba demasiado. No podía hacerlo.

Bajó de nuevo al suelo del Laberinto, decidido a empujar desde abajo en vez de tirar desde arriba. Para probarlo, intentó levantar a Alby sólo medio metro, extremidad por extremidad. Primero, empujó hacia arriba la pierna izquierda y ató otra liana a su alrededor. Después, hizo lo mismo con la derecha. Cuando aseguró las dos, repitió la operación con ambos brazos.

Retrocedió, jadeando, mientras echaba un vistazo. Alby estaba colgado, aparentemente sin vida, un metro más alto de lo que estaba hacía cinco minutos.

Ruidos metálicos en el Laberinto. Zumbidos. Murmullos. Quejidos. Thomas creyó ver un par de destellos rojos a su izquierda. Los laceradores estaban acercándose y ahora estaba claro que había más de uno.

Volvió a ponerse manos a la obra. Utilizó consigo el mismo método que había usado para subir los brazos y las piernas de Alby un metro más arriba y, poco a poco, fue avanzando por la pared de piedra. Trepó hasta que estuvo justo debajo del cuerpo, se enrolló una liana alrededor del pecho para sujetarse, luego empujó a Alby todo lo que pudo, extremidad por extremidad, y las ató con la hiedra. Después, repitió el proceso entero.

?Sube, enrolla, empuja, ata. Sube, enrolla, empuja, ata?. Al menos, los laceradores parecían moverse despacio por el Laberinto, lo que le daba más tiempo.

Poco a poco, iban subiendo cada vez más. El esfuerzo era agotador; a Thomas le costaba respirar y notaba que el sudor le cubría cada centímetro de la piel. Las manos empezaron a resbalársele de la enredadera. Los pies le dolían de apretar contra las grietas en la piedra. Los sonidos se intensificaban; aquellos horribles sonidos. Aun así, Thomas seguía avanzando.

Cuando llegaron a unos diez metros por encima del suelo, Thomas se detuvo, se balanceó en la liana que se había enrollado alrededor del pecho y se dio la vuelta hacia el Laberinto, usando sus brazos cansados y flexibles. Un agotamiento que no habría creído posible inundaba cada diminuta partícula de su cuerpo. Le dolía todo del cansancio y sus músculos lo expresaban a gritos. No podía empujar a Alby ni un centímetro más. Ya había acabado.