El Corredor Del Laberinto (The Maze Runner #1)

En conjunto, todo era horroroso, y la peque?a cantidad de valor que Thomas había conseguido reunir estaba empezando a desaparecer.

Minho se levantó; apenas veía su rostro bajo aquella luz mortecina. Pero, cuando habló, Thomas se imaginó que tenía los ojos abiertos de par en par por el terror:

—Tenemos que separarnos. Es nuestra única posibilidad de supervivencia. Sigue moviéndote. ?No dejes de moverte!

Y entonces se dio la vuelta, echó a correr y desapareció en cuestión de segundos, engullido por el Laberinto y la oscuridad.





Capítulo 18


Thomas se quedó con la vista clavada en el sitio por donde Minho había desaparecido. Una repentina aversión hacia el chico creció en su interior. Minho era un veterano en aquel lugar, un corredor. Thomas era un novato, sólo llevaba unos días en el Claro y unos minutos en el Laberinto. Sin embargo, de los dos había sido Minho el que había perdido el control, el que se había dejado llevar por el pánico y había echado a correr ante el primer problema que se había presentado.

??Cómo ha podido dejarme aquí tirado? —pensó Thomas—. ?Cómo ha podido!?.

Los ruidos se intensificaron. El rugido de los motores se intercalaba con unos sonidos parecidos a los de una manivela enrollando las cadenas de un mecanismo de elevación en una vieja y mugrienta fábrica. Y entonces llegó el olor de algo muy caliente y grasiento. Thomas no tenía ni la más remota idea de lo que le esperaba; había visto un lacerador, pero sólo fugazmente y a través de una ventana sucia. ?Qué le harían? ?Cuánto tiempo duraría?

?Basta?, se dijo a sí mismo. Tenía que dejar de perder el tiempo esperando a que llegaran y acabaran con su vida.

Se volvió para mirar a Alby, que aún seguía apoyado en la pared de piedra, y no vio más que un montón de sombra en la oscuridad. Se arrodilló en el suelo y buscó el cuello del joven para tomarle el pulso. Tenía algo. Escuchó los latidos de su pecho como Minho había hecho antes.

Pu-pum, pu-pum, pu-pum.

Todavía estaba vivo.

Thomas se echó hacia atrás sobre sus talones y se pasó el brazo por la frente para secarse el sudor. Y en ese preciso instante, en unos breves segundos, aprendió mucho de sí mismo. Sobre el Thomas que era antes. No podía dejar morir a un amigo. Ni siquiera a alguien tan gru?ón como Alby.

Se agachó hasta casi quedar sentado para agarrarle por los brazos y pasárselos por detrás del cuello. Se echó el cuerpo desmayado a la espalda y empujó con las piernas, con un resoplido por el esfuerzo. Pero era demasiado. Ambos se cayeron, Thomas de bruces y Alby despatarrado a un lado, con un fuerte golpe.

Los espantosos sonidos de los laceradores se acercaban por segundos, retumbando en los muros de piedra del Laberinto. Thomas creyó ver unos destellos de luz a lo lejos que se reflejaban en el cielo nocturno. No quería encontrarse con la fuente de aquellas luces, de aquellos ruidos.

Probó de otra forma: volvió a agarrar a Alby de los brazos y empezó a arrastrarlo por el suelo. No podía creer lo que pesaba el chico y tan sólo tardó tres metros en darse cuenta de que no iba a funcionar. Además, ?adonde iba a llevarlo?

Tiró de Alby para volver a colocarlo sentado, apoyado en la pared de piedra, en la grieta que marcaba la entrada al Claro. Thomas también se sentó con la espalda apoyada en el muro, jadeante por el esfuerzo, pensando. Mientras examinaba los oscuros recovecos del Laberinto, trataba de buscar en su mente una solución. Apenas veía nada y sabía, a pesar de lo que Minho había dicho, que sería una tontería echar a correr, incluso aunque pudiese cargar con Alby. No sólo estaba la posibilidad de perderse, sino que podía acabar corriendo en dirección a los laceradores en vez de huir de ellos.

Pensó en la pared, en la hiedra. Minho no se lo había explicado, pero, por lo que había dicho, parecía que era imposible subir por aquellos muros. Aun así…

Un plan fue cobrando forma en su mente. Todo dependía de las desconocidas aptitudes de los laceradores, pero era lo mejor que se le había ocurrido.

Thomas anduvo unos pasos por la pared hasta que encontró un buen montón de hiedra que cubría la mayor parte de roca. Cogió una de las enredaderas que iban hacia el suelo y se la enrolló en la mano. Era más densa y sólida de lo que había imaginado; quizá medía un centímetro de diámetro. Tiró y, con el sonido de un papel grueso rasgándose, la enredadera se despegó del muro; cada vez más, a medida que Thomas se alejaba de ella. Cuando ya había retrocedido tres metros, no alcanzó a ver el final de la enredadera que tenía encima; desaparecía en la oscuridad. Pero la planta trepadora aún no había caído, por lo que Thomas sabía que seguía enganchada ahí arriba por algún sitio.