Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—No voy a ocultar mi afecto hacia todos los dragones. Hasta donde llega mi experiencia, los he encontrado agradables por igual y dignos de respeto. Sin embargo, estoy totalmente en desacuerdo con usted en que proporcionarles un cuidado habitual y razonable sea consentirlos en modo alguno. Siempre he considerado que los hombres soportan mejor las penurias y las penalidades cuando es necesario si previamente no se les ha sometido a ellas sin necesidad.

 

—Bueno, pero los dragones no son hombres, ya lo sabe. En todo caso, no voy a discutir con usted —dijo Rankin dándose por vencido.

 

Contra toda lógica, aquello hizo que Laurence se enojara más. Podría haber sido un hombre obcecado en una postura si hubiera estado dispuesto a defender su posición, pero era obvio que no era así. Rankin sólo tenía en consideración su propia comodidad y aquellos comentarios eran meros pretextos para justificar la negligencia con que se comportaba.

 

Laurence ya no soportaba la compa?ía de aquel aristócrata por más tiempo. Por fortuna, habían llegado a un cruce en el que sus caminos divergían. Rankin, debía efectuar su ronda por las oficinas militares de la ciudad; acordaron reunirse de nuevo en la base antes de salir y él se escabulló con sumo gusto.

 

Vagabundeó por la ciudad sin rumbo ni propósito durante la siguiente hora, sin más fin que aclarar su mente y sosegarse. No existía forma evidente de mejorar la situación de Levitas, y Rankin se había acostumbrado a la desaprobación. Entonces, recordó el silencio de Berkley, la evidente incomodidad de Harcourt, la forma en que le evitaban los demás aviadores y la desaprobación de Celeritas. Resultaba muy desagradable pensar que a sus ojos parecía un manifiesto partidario de Rankin y que aprobaba el comportamiento del aristócrata al haberse mostrado tanto en su compa?ía.

 

Esa era una de las razones por las que se había ganado las miradas despectivas de los demás oficiales. De nada servía decir que no lo sabía: debía haberlo sabido. En lugar de molestarse en aprender los métodos de sus nuevos compa?eros de armas, se había arrojado felizmente a la compa?ía del único al que esquivaban y miraban con desaprobación. Resultaba difícil excusarse diciendo que no había tenido en cuenta una opinión unánime.

 

Se calmó con dificultad. No podía deshacer con facilidad el da?o ocasionado durante unos días de irreflexión, pero podía y debía cambiar de comportamiento en lo sucesivo. Demostraría que no aprobaba ni practicaba aquella clase de negligencia si dejaba patente en cada momento su dedicación y esfuerzo a las necesidades de Temerario. Por cortesía y deferencia a aquellos aviadores con los que entrenaba, como Berkley y los demás capitanes de la formación, dejaría claro que ya no frecuentaba a Rankin. Poner en práctica esas medidas exigiría mucho tiempo hasta que lograra reparar su reputación, pero era todo cuanto podía hacer. Lo mejor era que las aplicara de inmediato y se preparara para mantenerlas durante mucho tiempo una vez tomadas.

 

Después de haberse dejado abrumar por sus recriminaciones, recobró la compostura y se apresuró hacia las oficinas del Royal Bank. Sus banqueros habituales en Londres eran los Drummonds, pero había escrito al agente que le gestionaba el cobro de las primas por los barcos capturados para que le remitieran su parte del Amitié a Edimburgo en cuanto supo que lo iban a destinar a Loch Laggan. Comprobó que habían recibido sus instrucciones y las habían obedecido, ya que lo condujeron a un despacho privado en cuanto se identificó y le saludaron con especial calidez.

 

El se?or Donnellson, el banquero, respondió encantado a sus preguntas. Su parte del Amitié incluía una prima por Temerario del mismo importe que si se hubiera capturado un huevo sin eclosionar de la misma raza.

 

—La cifra exacta resultaba difícil de determinar, ya que ignoramos cuánto pagaron por el huevo los franceses, pero al menos se ha equiparado al valor de un huevo de Cobre Regio y me alegra informarle de que su veinticinco por ciento asciende a casi catorce mil libras —concluyó, dejando mudo a Laurence.

 

Después de haberse tomado un vaso de excelente brandy, Laurence vio detrás de aquella extraordinaria cifra el interesado esfuerzo del almirante Croft, pero difícilmente podía objetar algo. Después de una breve deliberación, firmó una autorización para que el banco invirtiera la mitad del dinero en fondos públicos y estrechó la mano del se?or Donnellson con entusiasmo. Se llevó un buen pu?ado de billetes de banco y oro, así como una carta de crédito generosamente ofrecida para demostrar ante los comerciantes cuál era su capital. Aquellas buenas nuevas le devolvieron el ánimo en cierta medida y le permitieron comprar una gran cantidad de libros y examinar varias alhajas de gran valor, mientras imaginaba la felicidad de Temerario al recibir ambas cosas.

 

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