Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Una lluvia constante desdibujaba todo el paisaje de abajo en un monótono manto gris y hacía la tarea más aburrida. Temerario volvía la cabeza a menudo para preguntar de modo lastimero cuánto tiempo llevaban volando; por lo general, Laurence se veía obligado a informarle de que apenas había transcurrido un cuarto de hora desde la última vez que lo preguntó. Al menos él podía contemplar las vueltas y las bajadas en picado de la formación, cuyos vividos colores destacaban contra el pálido gris del cielo. El pobre Temerario, en cambio, debía tener recta la cabeza y aguantarla de forma lo más estable posible para mantener una postura de vuelo aerodinámica.

 

El ritmo de Maximus comenzó a decaer después de unas tres horas; cada vez aleteaba con mayor lentitud y avanzaba con la cabeza gacha. Berkley le hizo regresar y Temerario se quedó dando vueltas, completamente en solitario. El resto de la formación descendió al suelo describiendo una espiral. Laurence vio a los dragones saludar a Maximus con asentimientos de cabeza en se?al de respeto. A semejante distancia no entendía las palabras, pero era obvio que todos los dragones conversaban animadamente entre ellos mientras sus capitanes se arremolinaban en torno a Celeritas para estudiar la valoración de sus movimientos. Temerario también los vio, emitió un débil suspiro, pero no dijo nada. Laurence se inclinó hacia delante y le acarició el cuello; se prometió traerle la más elegante de las joyas que encontrara en todo Edimburgo aunque tuviera que dejarse la mitad de su capital en el empe?o.

 

Al día siguiente, Laurence salió hacia el patio a primera hora de la ma?ana para despedirse de Temerario antes de partir con Rankin. Se detuvo en seco al salir del vestíbulo. Un peque?o grupo del personal de tierra le ponía a Levitas el equipo. Rankin leía un periódico delante de él sin prestar apenas atención al proceso.

 

—Hola, Laurence —le saludó el peque?o dragón con júbilo—. Mira, éste es mi capitán. ?Ha venido! Hoy volamos a Edimburgo.

 

—?Ha hablado con él? —le preguntó Rankin al tiempo que alzaba la vista—. Veo que no exageraba, que disfruta en verdad de la compa?ía de los dragones. Espero que no acabe aburriéndose —continuó, dirigiéndose a Levitas—. Hoy me vas a llevar a mí y al capitán Laurence. Debes esforzarte por demostrarle lo veloz que eres.

 

—Lo haré, lo prometo —respondió enseguida el dragón, subiendo y bajando la cabeza con ansiedad.

 

Laurence dio una respuesta cortés y se encaminó a toda prisa hacia Temerario para ocultar su malestar. No sabía qué hacer. No había ninguna forma posible de evitar el viaje sin mostrarse verdaderamente insultante, pero se sentía casi enfermo. Durante los últimos días había comprobado en suficientes ocasiones la tristeza y desatención de Levitas. El peque?o dragón esperaba con ansiedad a un cuidador que no aparecía, y si él o el arnés había gozado de algo más que una limpieza por encima se debía a que Laurence había animado a los cadetes a verle y le había pedido a Hollín que continuara ocupándose del arnés. Descubrir que Rankin era el único responsable de semejante negligencia era decepcionantemente amargo; ver a Levitas pagar la mínima y fría atención de su jinete con tal servilismo y gratitud, penoso.

 

Al darse cuenta de la negligencia con que se ocupaba de su dragón, los comentarios de Rankin sobre los dragones tomaban un cariz de desdén que a oídos de un aviador sólo podían resultar extra?os y desagradables. Su aislamiento entre sus compa?eros oficiales era también un indicativo del buen juicio de los cuidadores. Cuando se presentaban, todos los demás aviadores tenían el nombre de su dragón en la punta de la lengua. Sólo Rankin había considerado más importante el apellido de la familia, dejando que Laurence averiguara por accidente que Levitas le estaba asignado. Pero él no se había dado cuenta de nada, y ahora se encontraba con que, de la forma más insospechada, había fomentado la amistad de un hombre al que jamás podría respetar.

 

Dio unas palmadas a Temerario y le susurró unas palabras tranquilizadoras dedicadas casi todas a su propio consuelo.

 

—Laurence, ?qué te pasa? —preguntó preocupado el dragón, interesándose amablemente—. No tienes buen aspecto.

 

—Me encuentro muy bien, te lo aseguro —contestó, haciendo un esfuerzo para parecer normal—. ?Estás totalmente convencido de que no te importa que me vaya? —inquirió con una débil esperanza.

 

—En absoluto. Estarás de vuelta por la noche, ?verdad? —preguntó Temerario—. Ahora que hemos terminado de leer a Duncan, esperaba que tal vez me leyeras algo más sobre matemáticas. Se me ocurrió que sería interesante que me explicaras cómo podías determinar la posición cuando navegabas solo durante mucho tiempo gracias a la hora y algunas ecuaciones.

 

Laurence, que había entendido a duras penas los conceptos básicos de la trigonometría, abandonaría encantado el tema de las matemáticas.

 

—?Faltaría más! Si quieres… —contestó, procurando que no se le notara la consternación en la voz—, pero se me había ocurrido que tal vez disfrutarías leyendo algo sobre dragones chinos.

 

—Ah, sí, eso también sería estupendo. Podemos leer eso a continuación —dijo Temerario—. Es realmente maravilloso la cantidad de libros que hay, y sobre tantas materias.

 

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