Y su madre… puede que hubiera llevado a Todd a la escuela o algo así.
Cynthia se vistió; se puso unos tejanos y un jersey, y se maquilló lo suficiente para no tener un aspecto desastroso, pero con cuidado de no excederse.
Al llegar a la cocina, se quedó allí de pie.
No había cajas de galletas encima de la mesa, ni zumo, ni café en la cafetera. No había platos, ni pan en la tostadora ni tazas. Ni un bol con restos de leche y cereales deshechos en el fondo. La cocina tenía exactamente el mismo aspecto que la noche antes, cuando su madre la limpió después de cenar.
Cynthia miró a su alrededor en busca de una nota. Su madre siempre dejaba una cuando tenía que salir, incluso cuando estaba enfadada. Una nota siempre larga para decir: ?El día es todo tuyo? o ?Hazte unos huevos; tengo que llevar a Todd?, o simplemente ?Volveré después?. Si estaba muy enfadada, en lugar de firmar: ?Con cari?o, mamá?, escribía: ?C. Mamá?.
Pero no había ninguna nota.
Cynthia se armó de valor y gritó:
—?Mamá?
Su propia voz le sonó de pronto extra?a, quizá porque había algo en ella que no quería reconocer.
Al no recibir respuesta, volvió a gritar:
—?Papá?
De nuevo, nada.
Supuso que aquello era su castigo. Había hecho enfadar a sus padres, los había decepcionado, y ahora ellos iban a actuar como si ella no existiera. La táctica del silencio, a escala nuclear.
Muy bien, podría soportarlo. Así evitaba un enfrentamiento a primera hora de la ma?ana.
Cynthia no creía que pudiera meterse nada en el estómago para desayunar, así que cogió los libros de la escuela y salió por la puerta.
El Journal Courier, enrollado con una goma de plástico, estaba en el escalón de la entrada.
Cynthia lo apartó de una patada, sin siquiera pensar en ello, y enfiló hacia el camino de entrada, que estaba vacío (no pudo ver ni el Dodge de su padre ni el Ford Escort de su madre), en dirección al instituto Milford South. Quizá si lograba encontrar a su hermano podría descubrir qué estaba ocurriendo, y saber exactamente en qué lío se había metido.
Uno muy gordo, imaginó.
Se había saltado el toque de queda, que estipulaba que debía estar en casa a las ocho. Era una noche entre semana, para empezar, y además aquella tarde la se?orita Asphodel había llamado para decir que si no se esforzaba con sus tareas de inglés, no iba a aprobar. Cynthia les dijo a sus padres que se iba a casa de Pam a hacer los deberes y que ésta la iba a ayudar a ponerse al día con el inglés, aunque fuera una estúpida y total pérdida de tiempo.
—Muy bien; pero aun así tienes que estar en casa a las ocho.
—?Vamos! —dijo ella—. No tendré tiempo ni de hacer un ejercicio. ?Es que quieres que suspenda? ?Es eso lo que quieres?
—A las ocho —replicó su padre—. Ni un minuto más.
?Bueno, eso ya lo veremos?, pensó ella. Llegaría a casa cuando llegara.
A las ocho y cuarto aún no había regresado; su madre llamó a casa de Pam.
—Hola, soy Patricia Bigge, la madre de Cynthia. ?Podría hablar con ella, por favor?
—?Cómo dices? —fue la respuesta de la madre de Pam.
No sólo Cynthia no estaba allí, sino que ni siquiera Pam estaba en casa.
Fue entonces cuando el padre de Cynthia cogió su desvencijado sombrero Fedora que llevaba a todas partes, se subió al Dodge y empezó a conducir por todo el vecindario, buscándola. Sospechaba que debía de estar con aquel Vince Fleming, el chico de diecisiete a?os de undécimo curso que tenía carné de conducir y llevaba un Mustang de 1970 rojo y oxidado. A Clayton y Patricia Bigge no les gustaba demasiado: chico duro, familia con problemas… sin duda una mala influencia. En una ocasión Cynthia había oído cómo sus padres hablaban del padre de Vince y decían que era un tipo peligroso o algo así, pero pensó que no eran más que habladurías.
Fue un golpe de suerte que su padre viera el coche en el punto más alejado del aparcamiento del centro comercial Connecticut, en Post Road, no muy lejos de los teatros. El Mustang estaba aparcado en batería, con las ruedas traseras tocando el bordillo, y su padre aparcó frente a él, bloqueando la salida. Cynthia supo que era su padre en el mismo instante en que vio el Fedora.
—?Mierda! —exclamó.
Por suerte no había aparecido dos minutos antes, cuando se estaban enrollando después de que Vincent le ense?ara su nueva navaja de muelle. Sólo había que presionar un peque?o botón y… ?zas! Aparecían quince centímetros de acero. Vincent la había sujetado sobre su regazo, moviéndola de un lado a otro y con una sonrisa de oreja a oreja, como si se tratara de otra cosa y no de una navaja. Cynthia la agarró, rasgó el aire frente a ella y soltó una risita tonta.
—Cuidado —dijo Vince con cautela—. Puedes hacer mucho da?o con una de éstas.
Clayton Bigge se dirigió directamente a la puerta del acompa?ante y la abrió de par en par. ésta crujió sobre sus bisagras oxidadas.