El accidente

No había asomado demasiado la cabeza por allí durante las últimas dos semanas. Había estado evitándolo. Justo después de su muerte, desde luego, había tenido que rebuscar un poco entre sus cosas. Tuve que encontrarle un vestido para el funeral que celebramos en casa, aunque el ataúd fuese a estar cerrado. Habían recompuesto a Sheila todo lo posible. Los a?icos de cristal roto se había hendido en ella como si fueran perdigones. Y la explosión posterior, aunque no llegó a consumir del todo el interior del vehículo antes de que los bomberos apagaran el fuego, no había hecho más que complicar el duro trabajo de los empleados de pompas fúnebres, que habían esculpido y modelado a Sheila para conseguir algo que guardaba cierto parecido con el aspecto que había tenido en vida.

 

Sin embargo, no hacía más que pensar en cómo afectaría a Kelly ver a su madre de este modo en la ceremonia, pareciéndose tan poco a la mujer a la que quería. Y en que todo el mundo se vería obligado a comentar lo bien que se la veía, el gran trabajo que habían hecho los de la funeraria. Lo cual solo serviría para recordarnos que había hecho falta mucho trabajo.

 

Así que decidí que lo mejor sería celebrar el funeral con el ataúd cerrado.

 

El director de la funeraria repuso que así lo harían, pero que de todas formas quería que buscara algo de ropa con que vestirla.

 

Escogí un traje chaqueta azul oscuro, americana y falda a juego, ropa interior, zapatos. Sheila tenía zapatos para dar y tomar, y me decidí por unos de tacón medio. En algún momento tuve en las manos un par con el tacón más alto, pero enseguida volví a guardarlos porque a Sheila siempre le habían parecido incómodos.

 

Cuando le estaba construyendo aquel vestidor, para el que había tenido que robar unos cuantos metros de nuestro gran dormitorio, me había dicho:

 

—Solo para que quede claro: este vestidor será completamente mío. Tu armario, esa cosa peque?a y miserable tan grande como una cabina de teléfonos, es todo lo que vas a necesitar jamás, y no permitiré ninguna clase de intromisión en mi territorio.

 

—Lo que me preocupa —repuse yo— es que, si te construyera un hangar para aviones, también serías capaz de llenarlo. Tus cosas se expanden hasta ocupar enteramente el espacio que les ha sido asignado. Dime la verdad, Sheila, ?cuántos bolsos puede necesitar una persona?

 

—?Cuántas herramientas diferentes necesita un hombre para hacer una sola chapuza?

 

—Si me lo dices ahora no habrá consecuencias. Dime que nunca, jamás, guardarás nada tuyo en mi armario, aunque no sea más grande que un minibar.

 

En lugar de responder directamente, Sheila me había rodeado con sus brazos, me había empujado contra la pared y había dicho:

 

—?Sabes para qué creo que sí es lo bastante grande este vestidor?

 

—No estoy muy seguro. Si me lo dices, podríamos sacar mi cinta métrica y comprobarlo.

 

—Mmm, eso sí que es algo que me apetece mucho medir.

 

Recuerdos de otra época.

 

En ese momento estaba de pie, mirando el vestidor, preguntándome qué hacer con todas sus cosas. A lo mejor era demasiado pronto para deshacerme de todo aquello. Jerséis, blusas, vestidos, faldas, zapatos, bolsos y cajas de zapatos llenas de cartas y recuerdos, todo ello cargado con su aroma, su esencia, lo que había dejado atrás.

 

Me entristecía mucho, y me enfurecía.

 

—Maldita seas —dije a media voz.

 

Recordaba haber estudiado algo, allá por mis días de universidad, acerca de las fases del duelo. Negociación o pacto, negación, aceptación, ira, depresión, y no necesariamente en ese orden. Lo que no lograba recordar era si todas esas fases las pasaba uno al saber que iba a morir, o cuando alguien muy cercano fallecía. En aquellos días de universidad me había parecido una auténtica bazofia, y la verdad es que ahora casi también. Sin embargo, no podía negar que había una abrumadora sensación en particular que me invadía desde hacía días, desde que habíamos enterrado a Sheila.

 

La ira.

 

Estaba destrozado, por supuesto. No podía creer que Sheila ya no estuviera conmigo y me sentía hecho a?icos sin ella. Era el amor de mi vida y de repente la había perdido. Desde luego, sentía pena. Cuando lograba encontrar un momento para mí y estaba seguro de que Kelly no entraría de pronto en la habitación, me permitía el lujo de venirme abajo. Estaba conmocionado, me sentía vacío, deprimido.

 

Sin embargo, lo que de verdad estaba era furioso. A más no poder. Nunca había sentido esa clase de ira. Una rabia pura, sin diluir. Y no había lugar donde desahogarla.

 

Necesitaba hablar con Sheila. Tenía unas cuantas preguntas que quería que me respondiera.

 

?En qué narices estabas pensando, joder? ?Cómo has podido hacerme esto? ?Cómo has podido hacerle esto a Kelly? ?Qué co?o te pasó por la cabeza para hacer una estupidez tan monumental? ?Quién eres tú?, dime. ?Qué ha pasado con esa chica lista y con la cabeza tan bien amueblada con la que me casé? Porque estoy segurísimo de que ella no iba en ese coche, joder.

 

Esas preguntas no hacían más que dar vueltas en mi cabeza, una y otra vez. Estaban ahí cada segundo que pasaba despierto.

 

?Qué había impulsado a mi mujer a conducir estando como una cuba? ?Por qué habría hecho algo tan absolutamente impropio de ella? ?En qué estaría pensando? ?Qué clase de demonios interiores me había estado escondiendo? Cuando subió a su coche esa noche, completamente ebria, ?tuvo la lucidez suficiente para saber lo que estaba haciendo? ?Sabía que podía matarse y que podía acabar matando a otras personas?