El accidente

De acuerdo, sí, conocía aquella casa. Había llevado a Kelly allí alguna otra vez. Una construcción de una sola planta, de mediados de los sesenta, diría yo. Podría haber sido una casa bonita si la hubieran cuidado un poco más. Algunos de los aleros se estaban encorvando por el peso, las tablillas del tejado parecían estar en la recta final de su vida, y algunos de los ladrillos de la parte superior de la chimenea se estaban desmoronando a causa de la humedad que se les había metido dentro. Los Slocum no eran los únicos que dejaban para más adelante los arreglos de su casa. últimamente, como el dinero no sobraba, la gente solía dejar que las cosas se desgastaran hasta que ya no se podía esperar más, y a veces ni siquiera entonces las reparaban. Las goteras del tejado podían solucionarse con un cubo, y eso era mucho más barato que cambiar todas las tablillas.

 

El marido de Ann Slocum, Darren, vivía con un sueldo de policía, lo cual no era mucho, y seguramente menos aún desde hacía una temporada, ya que el ayuntamiento había tomado medidas drásticas para recortar las horas extras. Ann había perdido su trabajo en el departamento de distribución del periódico de New Haven hacía dieciséis meses. Aunque había encontrado otras formas de ganarse mínimamente la vida, me imaginaba que iban justos de dinero.

 

Desde hacía más o menos un a?o, Ann organizaba esas ?fiestas de bolsos? en las que las mujeres pueden comprar imitaciones de bolsos de marca por una mínima parte de lo que cuestan los de verdad. Sheila le había ofrecido a Ann nuestra casa no hacía mucho para celebrar una. Fue todo un acontecimiento, como una de esas reuniones de Tupperware…, o al menos lo que yo imagino que debe de ser una reunión de Tupperware.

 

Veinte mujeres invadieron nuestra casa. Vino Sally, del trabajo, y también la mujer de Doug Pinder, Betsy. Me sorprendió especialmente que la madre de Sheila, Fiona, apareciera por allí arrastrando consigo a su marido, Marcus. Fiona podía permitirse un Louis Vuitton auténtico, y yo no la veía llevando por ahí un bolso de imitación, la verdad. Pero Sheila, preocupada por si Ann no conseguía suficiente número de asistentes, le había rogado a su madre que asistiera. Había sido Marcus el que al final convenció a Fiona de que hiciera el esfuerzo.

 

—Sé un poco más sociable —parece ser que le dijo—. No tienes que comprar nada si no quieres. Limítate a estar ahí y apoyar a tu hija.

 

Detestaba ser cínico, pero no podía evitar preguntarme si los motivos de aquel hombre tendrían algo que ver con la felicidad de su hijastra. Era de suponer que un acontecimiento así reuniría a muchas mujeres, y a Marcus le encantaba repasar a las se?oras con la mirada.

 

Marcus y Fiona fueron los primeros en llegar a la casa y, cuando las demás invitadas empezaron a aparecer, él insistió en saludarlas a medida que iban entrando por la puerta, presentarse, ofrecerles a todas una copa de vino y asegurarse de que tuvieran sitio para sentarse mientras ellas empezaban a babear con la sola visión de las etiquetas falsas y la piel. Sus payasadas parecían avergonzar a Fiona.

 

—Deja de ponerte en evidencia —le soltó, y se lo llevó de ahí.

 

Cuando Ann dio comienzo a su discurso para convencer a las compradoras, Marcus y yo nos retiramos al patio de atrás con un par de cervezas, donde, un poco a la defensiva, me comentó:

 

—No te equivoques, todavía sigo perdidamente enamorado de tu suegra. Es solo que me gustan las mujeres. —Sonrió—. Y me parece que yo a ellas también.

 

—Claro —repuse—. Estás como un tren.

 

A Ann le fue muy bien la tarde. Se sacó un par de miles (hasta los bolsos de imitación podían costar varios cientos de dólares), y por haber arreglado la casa para el acontecimiento, Sheila se quedó con el bolso que más le gustaba.

 

Aunque a los Slocum no les llegara para pagar las reparaciones de su casa, con los bolsos y el sueldo de la policía ganaban más que suficiente para que Ann condujera un Beemer de tres a?os y Darren tuviera una ranchera Dodge Ram de un rojo resplandeciente. Cuando nos acercamos a la casa, solo vimos aparcada la ranchera.

 

—?Ha invitado Emily a otras amigas a dormir? —le pregunté a Kelly.

 

—No. Solo a mí.

 

Nos detuvimos junto a la acera.

 

—?Estás bien? —quise saber.

 

—Estoy bien.

 

—?Te acompa?o hasta la puerta?

 

—Papá, no tienes por qué…

 

—Venga.

 

Kelly arrastró su mochila con el paso de un condenado a muerte mientras nos acercábamos a la casa.

 

—No te preocupes —dije. Vi un cartel de SE VENDE con un número de teléfono pegado en el interior del parabrisas trasero de la ranchera de Darren Slocum—. En cuanto te hayas librado de tu padre, te lo pasarás en grande.

 

Estaba a punto de tocar el timbre cuando oí llegar un coche que se metió en el camino de entrada. Era Ann con su Beemer. Al bajar del vehículo, sacó también una bolsa del supermercado.

 

—?Qué tal! —exclamó, dirigiéndose más a Kelly que a mí—. Acabo de ir a comprar unos tentempiés para vuestra fiesta. —Entonces me miró a mí—. Hola, Glen. —Solo dos palabras, pero estaban cargadas de compasión.

 

—Ann.

 

Se abrió la puerta de la casa. Era Emily, con su melena rubia recogida en una coleta igual que la de Kelly. Debía de habernos visto llegar por la ventana. Soltó un gritito de emoción en cuanto vio a mi hija, que apenas tuvo tiempo de mascullar un adiós antes de entrar corriendo en la casa con su amiga.

 

—Y yo que esperaba una despedida con lágrimas… —le dije a Ann.

 

Me sonrió, pasó junto a mí y me cogió del brazo para acompa?arme al salón.

 

—Gracias por quedaros con Kelly esta noche —dije—. Le hace mucha ilusión.