Puro (Pure #1)

Pressia se guarda el chip en la mano buena, y entonces se le llenan los ojos de lágrimas. Piensa en la palabra ?madre?: nanas; y en ?padre?: abrigo caliente. Ella es un punto rojo de una pantalla que late como un corazón. Si la Cúpula sabía que existía, es posible que la haya tenido controlada toda la vida. Pero puede que sus padres también.

Bradwell le pregunta bruscamente a Perdiz:

—?Tu madre iba a la iglesia?

—Nos hacían presentar la cartilla los domingos, como a todo el mundo —le dice Perdiz.

Pressia recuerda entonces lo de ?presentar la cartilla?. Bradwell habló del tema en aquella minilección suya, sobre la confusión entre Iglesia y Estado. Los feligreses tenían cartillas y su asistencia se registraba.

—Todos no —precisa Bradwell—. Los que se negaron a ir cuando pasó a ser controlada por el gobierno y luego fueron asesinados en su propia cama, no.

—?Por qué lo has preguntado? —quiere saber Pressia.

Bradwell vuelve a sentarse.

—Porque en la tarjeta de cumplea?os ponía algo religioso. ?Cómo era, Perdiz?

—?Camina siempre en la luz. Sigue tu alma, que ojalá tenga alas. Tú eres la estrella que me guía, como la que se alzaba en Oriente y mostró el camino a los Reyes Magos.?

—La estrella del este, los reyes magos, eso es de la Biblia —dice Pressia, cuyo abuelo se sabía de memoria partes enteras del libro sagrado que solían recitarse en los funerales.

—Pero ?era algo que acostumbraba a hacer tu madre?

—No lo sé. Creía en Dios pero decía que rechazaba el cristianismo sancionado por el gobierno precisamente porque ella era cristiana. El gobierno le robó su país y su dios. Una vez le dijo a mi padre: ?Y a ti, también te robaron a ti?. —Perdiz se echa hacia atrás como si acabase de recordar algo—. Qué raro que eso haya estado en mi cabeza todo este tiempo; casi puedo oírla diciéndolo.

A Pressia le gustaría tener palabras de su madre que rescatar de su memoria, una voz. Si su madre era la que cantaba la nana, así que algo conservaba, las letras de una canción, las palabras de otra persona.

—Entonces a lo mejor es textual —le dice Bradwell a Perdiz.

—?Y si es textual? —pregunta este último.

—No nos vale.

—Si es textual significa lo que significa, pero eso no quiere decir que no valga.

—Para nosotros ahora mismo no. Tu madre quería que recordases algunas cosas: se?ales, mensajes codificados, el colgante… Por eso yo tenía la esperanza de que esas palabras nos condujesen hasta ella. Pero a lo mejor era su forma de despedirse, de darte un consejo para lo que te restase de vida.

Los tres se quedan callados por un momento. Pressia se da la vuelta y apoya la espalda contra la fría pared. Si aquello era el mensaje de su madre, ?qué significaba? ?Camina siempre en la luz. Sigue tu alma, que ojalá tenga alas.? Se imagina su alma con alas y a ella siguiéndola en su vuelo. Pero ?adónde podría llevarla? Aquí no hay adonde ir; están rodeados por los fundizales y las esteranías. Y tampoco hay ninguna luz inmaculada: todo existe bajo un velo grumoso de ceniza. Pressia se imagina el viento que retira ese velo como si estuviese delante de la cara de una mujer y la respiración de esta bajo él: la cara de su madre oculta a la vista. ?Y si su madre está realmente viva en alguna parte? ?Cómo guiar a alguien sabiendo que todas las referencias del mundo estaban a punto de ser aniquiladas?

—?Tú eres la estrella que me guía, como la que se alzaba en Oriente y mostró el camino a los Reyes Magos? —repite Perdiz en voz alta—. ?Creéis que quería que nos dirigiésemos al este?

Bradwell saca un mapa del bolsillo interior de su chaqueta, el que utilizaron para encontrar la calle Lombard, y lo extiende en el suelo. La Cúpula, por supuesto, está al norte, rodeada de un terreno baldío que da paso a algo de bosque nuevo justo antes de llegar a la ciudad. Los fundizales aparecen como aglomeraciones de urbanizaciones cercadas que rodean la ciudad por el este, el sur y el oeste. Más allá de ese cinturón se extienden las esteranías.

—Estas monta?as en el este eran antes un parque nacional —les explica Bradwell.

—Y, en el cuento, la esposa cisne se esconde bajo tierra. Puede que esté en un búnker subterráneo por esa zona —propone Pressia.

—Así que ma?ana ponemos rumbo este —dice Perdiz.

—Pero eso podría ser un error mortal.

—No me gusta eso de mortal —opina Perdiz.

—El este es lo único que tenemos —sentencia Bradwell.

Pressia escruta la cara de Bradwell y ve las motas doradas de sus ojos casta?o oscuro. No había reparado en ellas antes; son bonitas… como de miel.

—Ah, ?es lo único que ?tenemos??, ?nosotros? —le pregunta a Bradwell—. Tú ya has pagado tu deuda, ?no?

—Yo sigo en esto.

—Pero solo porque te conviene.

—Vale, lo que tú quieras, porque me conviene. Tengo mis propias razones egoístas. ?Te vale así?

Pressia se encoge de hombros.

Bradwell la coge de la mano, le abre la palma, sus dedos en los de ella, y deja caer el colgante.

—Deberías ponértelo.

—No. No es mío.

—Pero ahora es tuyo, Pressia —le insiste Perdiz—. Ella querría que lo tuvieses. Eres su hija.

?Hija?…, la palabra se le hace rara.

—?Lo quieres? —pregunta Bradwell.

—Sí —decide la chica.

Bradwell abre el delicado broche y Pressia se gira y se aparta el pelo con cuidado de no pillar el vendaje. El chico se le acerca y mantiene el colgante cogido por ambas manos. Cierra el broche y cuando está bien sujeto, lo suelta.

—Te queda bien —le dice.

Pressia se lleva la mano al pecho y toca el colgante con un dedo.

—Nunca he llevado un collar de verdad. Al menos que yo recuerde.

El colgante le cae por debajo de la gargantilla de cuero que sujeta el vendaje contra la nuca, en el hueco entre las clavículas. La piedra lanza destellos azul brillante. En otros tiempos perteneció a su madre, rozó la piel de su madre. ?Y si era un regalo del padre de Pressia? ?Llegará a saber algún día algo sobre su padre?

—Ahora la veo a ella en ti —le confiesa Perdiz—, en cómo inclinas la cabeza, en los gestos…

—?De verdad? —La posibilidad de parecerse a su madre la alegra más de lo que habría imaginado.

—Eso… Eso es: tu sonrisa.

—Ojalá mi abuelo pudiera verlo —les dice. Se acuerda de que, cuando le regaló los zuecos, le dijo que desearía que fuesen algo más bonito, que ella se merecía cosas hermosas.

Ahí lo tiene, un peque?o retazo de belleza.





Pressia


Pistones

Perdiz es el primero en quedarse dormido. Está tumbado boca arriba con la mano herida sobre el corazón. Pressia está en el otro palé y Bradwell en el suelo; aunque el chico ha insistido, ahora se le oye dar vueltas todo el rato para intentar acomodarse.

—Ya vale. No podré dormir si te tiras toda la noche dando vueltas. Te haré un hueco.

—No, gracias, estoy bien.

—Ah, ?conque quieres hacer todos los favores del mundo y además ser un mártir? ?Ese es tu plan?

—Que yo no fui en tu búsqueda solo porque le debiese algo a tu abuelo. Ya he intentado explicártelo pero no escuchas.

—Lo único que escucho es que tú vas a dormir en el suelo y yo me tengo que sentir culpable.