Puro (Pure #1)

Perdiz avanza deslizándose por el suelo y saltando entre las aspas. Siente otro ara?azo en la mejilla. Oye un traqueteo lejano, el motor. Sortea el penúltimo ventilador y echa a correr. Ve el último tramo de filtros rosas al final del túnel. Quiere salir, quiere volver a sentirlo todo de nuevo: el viento, el sol… Encontrar la calle donde vivía, su antigua casa, que seguro que no está porque voló por los aires, pero aun así. Hay resistencia en su codificación conductiva. ?Por qué? ?Qué tiene que ver con su madre? Todo ha cambiado desde que encontró las cosas de ella en la caja. Lleva el sobre con sus pertenencias —el colgante de cisne en la cadenita de oro, la tarjeta de cumplea?os, la cajita de música metálica y la foto— metido en una funda de plástico. Lo siente todo contra él, en la espalda.

El ventilador del final se acciona hacia atrás, tan solo un centímetro, y Perdiz se lanza por el último tramo de aspas justo cuando los ventiladores empiezan a rugir a sus espaldas y succionan el viento como un profundo respirar sin fin desde el otro lado de los últimos filtros. La corriente lo arrastra hacia atrás. Así es como siente su memoria, como una inspiración sostenida que lo arrastra hacia el pasado. Se cae al suelo pero apoya los talones y, a cuatro patas, logra apartarse de las aspas. La codificación de su fuerza le está haciendo efecto: siente un arrebato de energía. Cuando llega lo suficientemente cerca extiende el brazo, clava el cuchillo de cocina en los filtros y tira de su cuerpo hacia delante, contra el viento. Las fibras rosas ceden y, al pasar a su lado succionadas por los ventiladores, le viene a la cabeza la palabra ?confeti?.





Pressia


Golpe

Es bien entrada la noche y Pressia está trabajando en sus peque?os seres. El abuelo duerme junto a la puerta del callejón, sentado muy recto en su silla de ruedas y con el ladrillo sobre el muslo. Desde que él ha empezado a encargarse de los trueques, ha tenido que hacer más seres para venderlos por menos. Hay días en que está demasiado enfermo para ir al mercado y entonces ambos se sienten inútiles, algo que los dos detestan. Ahora lleva la cuenta del tiempo por el hambre. En las últimas noches ha empezado a comprender que puede morir aquí de una muerte lenta, consumirse en ese armario cubierto de ceniza en un cuartucho lleno de cachivaches. Mira a su abuelo, su mu?ón lleno de cables, sus tiernos ojos cerrados, el viso de sus quemaduras, el trabajoso subir y bajar del pecho, el leve rumiar de las cenizas en sus pulmones, el ventilador que gira en su garganta. Tiene la cara contraída incluso en sue?os.

Ha puesto en la mesa el regalo de Bradwell, la fotografía de la revista y, aunque a veces odia a esa gente con gafas 3D —un feo recordatorio de lo que nunca tendrá—, no se ve capaz de quitar de allí la imagen.

Desde que abrió el regalo ha tenido más recuerdos en breves fogonazos: una peque?a pecera con peces nadando de un lado a otro, el tacto de la lana de la borla del bolso de su madre, esas fibras suaves en su pu?o, un conducto caliente bajo una mesa que ronroneaba como un gato. Se acuerda de ir sobre lo que debían de ser los hombros de su padre mientras paseaban bajo unos árboles floridos, de que la envolviese en su abrigo cuando se quedaba dormida y la llevase en volandas del coche a la cama. Se acuerda de peinarle el pelo a su madre con un cepillo de púas mientras sonaba una canción en un ordenador portátil: la imagen de una mujer cantando una nana sobre una chica en un porche a la que un muchacho ruega que le coja de la mano para que vaya con él a la Tierra Prometida. Solo la voz de ella, sin ningún instrumento. Debía de ser la nana favorita de su madre porque ponía esa grabación todas las noches cuando Pressia se acostaba. En aquella época se cansó de la canción pero ahora daría casi cualquier cosa por volver a oírla. Su madre olía como a jabón de hierbas, a limpio y a dulce; su padre, a algo más sabroso, como a café. Por alguna razón la fotografía del cine le revuelve la memoria, y echa tanto de menos a sus padres que a veces le falta el aire. Pese a no recordarlos como un todo, se acuerda de sentirse arropada por su madre, de la suavidad de su cuerpo, su pelo sedoso, la dulzura de su esencia, el calor. Cuando su padre la envolvía en su abrigo, se sentía como en un capullo protector.

Piensa en eso mientras sus dedos van pegando ma?osamente las alas al armazón de una mariposa, cuando llaman a la puerta. El golpe es seco, el sonido de un solo nudillo. No se oye ningún motor de los camiones de la ORS. ?Quién puede ser?

El abuelo duerme profundamente con unos ronquidos graves y carrasposos. Se levanta y va hasta la puerta de puntillas, aunque los zuecos de origen holandés no son de mucha ayuda. ?Acaso los holandeses no tenían que andar nunca con sigilo? Pone la mano en el hombro del anciano y lo sacude.

—Hay alguien —le susurra.

Se despierta aturdido al tiempo que suena otro golpe al otro lado de la puerta.

—Al armario —le dice. Han quedado en que ella se esconda en el armario si alguien llama a la puerta; si hace sonar el bastón (pamparapampan, pampán) tiene que escapar por el panel-trampilla. El abuelo le ha explicado que es una especie de cancioncilla. Ese es su santo y se?a.

Pressia va corriendo al armario y se mete dentro, aunque dejando una mínima rendija en la puerta para poder ver qué pasa.

El anciano va cojeando hacia la puerta y atisba con cautela por la mirilla que ha abierto en la madera.

—?Quién es? —pregunta.

Del otro lado llega una voz de mujer. Pressia no logra oír lo que dice pero debe de haber tranquilizado de algún modo al abuelo porque este abre la puerta y la se?ora entra a toda prisa y sin resuello. Cierra la puerta tras ella.

Pressia ve a la mujer en peque?os destellos: el óxido de los engranajes incrustados en la mejilla, el brillo del metal alojado sobre uno de los ojos. Es delgada y bajita, y tiene los hombros prominentes. Sujeta un trapo ensangrentado contra el codo.

—?Muertería! —le dice al abuelo de Pressia—. ?Sin avisar! Y no hace ni un mes de la última. Me he escapado por los pelos.

?Muertería? No tiene sentido. La ORS siempre anuncia las muerterías, una competición en la que permiten que durante veinticuatro horas los soldados se organicen en tribus y maten a gente, para más tarde llevar los cadáveres a un círculo balizado en campo enemigo y recibir puntos según el número de muertos; los que más consiguen ganan. La ORS lo considera un método para eliminar a los más débiles de la población civil. Anuncian las muerterías unas dos veces al a?o, pero hace nada hubo una. Precisamente el abuelo de Pressia aprovechó ese día para vaciar los armarios y hacer el panel-trampilla: con las estampidas y la locura de gritos nadie oiría su trabajo de carpintería. Nunca han hecho dos muerterías tan seguidas, y menos sin avisar. Decide que la mujer está loca o en estado de choque.

—?Seguro que era una muertería? —la interroga el abuelo de Pressia—. Yo no he oído ningún cántico.