En Glassings podía confiar. Pero ?qué haría su profesor? Lo llevaría a la biblioteca, donde mantendrían una conversación secreta, tal vez con la ayuda de cuadraditos de papel y lápices enanos. Glassings sudaría, como de costumbre, y se enjugaría las gotitas que le perlarían la frente hacia las entradas. Sin duda le aconsejaría que no hablase. Se portaría bien con él.
Ahí está su horma, esperándolo, un molde perfecto de su cuerpo. Le sorprende lo grande que es; hace tan solo unos a?os era el más bajo de la clase, y también bastante fofo. Pero el molde es tan largo y delgado que parece de otra persona, de alguien mayor, más de la edad de Sedge. Si su hermano viviese aún, ?sería Perdiz más alto que él? Nunca lo sabrá.
Quiere echarse atrás pero ya es demasiado tarde.
Solo tiene unos minutos antes de que aparezca el técnico. Sale aire frío por la rejilla de ventilación. Coge la silla con ruedas y la pone debajo del conducto. Se sube con la esperanza de que aguante, desatornilla la tapa y la empuja hacia arriba. Se alza rápidamente, doblando las manos por el marco de metal, y luego, tras empujar la silla hacia su sitio con el pie, trepa al conducto oscuro. A gatas, vuelve a colocar la tapa en el agujero. No enga?ará a nadie mucho tiempo pero tal vez gane unos minutos.
Los conductos están más oscuros de lo que esperaba, y también hay más ruido. El sistema está encendido y vibra como un descosido. Gatea todo lo rápido que puede. Tiene que haber llegado al primer tramo de filtros para cuando se detenga el sistema. Llegado a ese punto solo tendrá tres minutos y cuarenta y dos segundos de cuenta atrás para pasar por ese primer tramo y su fila de ventiladores y luego por la segunda barrera de filtros. Para salir al mundo tendrá que abrirse camino con el cuchillo. Eso si llega a tiempo y las aspas no lo han hecho picadillo para entonces.
Según indican los planos, si va gateando por la red de conductos, llega al gran túnel de purificación del aire. De pie casi roza el techo con la cabeza. La lámina de metal está perfectamente redondeada y le viene a la cabeza la palabra ?hojalata?; pero siempre le ha parecido raro ese concepto: ?cómo pueden ser de lata las hojas de los árboles?
Justo enfrente tiene el primer tramo de filtros rosas, muy tensos, como una densa cortina fija que le bloquea el camino. A Perdiz le sorprende que los filtros sean tan rosas, de color lengua, y que todo esté tan iluminado. Se pregunta por qué. ?Cuestiones de mantenimiento?
Saca el cuchillo de cocina y se acuerda de Lyda, de su voz contando hasta veinte, despacio, en la sala medio a oscuras, y de sí mismo pasando los dedos por la hoja. Empieza a serrar los filtros. Las fibras son recias, de hilos gruesos, como los nervios de la carne. Comienzan a ceder y se desprenden partículas que giran y suben, lo que hace que le venga a la cabeza otro recuerdo de su infancia, aunque no sabe qué: ?algo parecido a la nieve?
Perdiz ha oído que las fibras tienen pinchos y que se te pueden meter en los pulmones y causarte una infección. No sabe qué hay de cierto en todo eso. Ha acabado por desconfiar de todo lo que le han presentado por hecho. Pero tampoco quiere correr riesgos innecesarios, de modo que se sube la bufanda y se la ata por encima de la boca.
Cuando ya ha perforado lo suficiente el filtro se cuela por el agujero. Con la sudadera llena ahora de polvo rosa ve la serie de ventiladores monstruosos que tiene ante él, con las aspas afiladas e inmóviles.
Corre hacia el primer ventilador y, sin tocarlas, encuentra un triángulo entre las aspas por el que se cuela, pero le resbalan las botas en el suelo deslizante y se cae sobre un costado, con un porrazo que reverbera por los conductos, todo por culpa de la torpeza producida por la codificación. Se pone rápidamente en pie y pasa por el siguiente ventilador y el otro, cogiendo ritmo. ?Se habrá dado cuenta ya el técnico de que el molde de su cuerpo está vacío? ?Habrá dado alguien la voz de alarma? ?Estarán las Fuerzas Especiales sobre aviso? Perdiz sabe que en cuanto se corra la voz de que el hijo de Willux —su único hijo vivo— ha desaparecido, la búsqueda no tendrá fin.
Cada vez avanza más rápido de un ventilador a otro, como en una carrera de obstáculos. Se acuerda de un jardín, posiblemente el de su propia casa cuando era ni?o, o quizás el de otra persona. Había un césped verde con briznas de hierba que se podían arrancar de la tierra, árboles con troncos que no estaban alisados ni pulidos… y hasta un perro. Su hermano mayor y otra persona, una chica alta, construyeron un recorrido con cuerdas que tenían que esquivar y saltar con una pelota en la mano que al final del todo lanzaban a un cubo. Había latas de refresco con pajitas. El cuello de estas era como un peque?o acordeón y se doblaban para llevárselas a la boca.
De pronto siente que le pesa mucho la cabeza y que el cuerpo se le va. Se sujeta en una de las aspas, pero está muy afilada y le sale sangre. Las gotas caen al suelo. Solo ha sangrado un par de veces en su vida: en la consulta del dentista, por ejemplo, una vez que las máquinas estaban muy fuertes y la espuma de la boca se le volvió rosa. La visión se le estrecha hasta un puntito blanco de luz y luego vuelve del todo.
Mira el reloj: le quedan treinta y dos segundos y once ventiladores más. Le sorprende pensar que puede que no lo consiga, que tal vez muera hecho picadillo y que, como ha cortado los filtros, su cuerpo será expulsado y su sangre arrastrada por la fuerte corriente de aire junto con el resto de fibras más peque?as, que se volverán rojas de la sangre. Los operarios tendrán que cerrarlo todo. Alguna gente tendrá que ser reubicada en viviendas temporales. Difundirán rumores y encubrirán la historia verdadera; no dirán ni una palabra sobre el problema con el filtrado del aire porque todos darán por hecho que los miserables se han rebelado y han organizado una guerra bacteriológica. Puede que hasta piensen que la ORS, ese endeble régimen militar, los ha atacado. Cundirá el pánico entre las masas y se encargarán de inventar alguna excusa; en cuanto a Perdiz, algo se les ocurrirá, con suerte alguna historia digna. Pobre Willux; su padre volvería a recibir tarjetas de pésame… No habría un entierro real, igual que la otra vez. Nadie quiere ver un cadáver; el hermoso barbarismo no es plato de buen gusto. El bueno de Willux, pobre hombre, con su mujer y sus dos hijos muertos: tres cajas en los Archivos de Seres Queridos.