Se agacha aún más y procura no respirar. ?Vienen solo a por ella, con un camión que bloquea todo el callejón y otro por la calle paralela? Todos los espejos están rotos salvo uno de mano que hay sobre la repisa. Una vez le preguntó al abuelo por los espejos de mano y este le explicó que solían usarse para ense?arles la nuca a los clientes. No entiende para qué iba a querer nadie verse la nuca. ?Qué necesidad podían tener?
Desde donde está alcanza a ver la Cúpula por encima de la loma, hacia el norte. Es un orbe brillante y resplandeciente salpicado de grandes armas negras, una fortaleza deslumbrante coronada por una cruz que brilla incluso tras el aire impregnado de ceniza. Piensa en el puro, al que en teoría han visto por los secarrales, alto y delgado, con el pelo muy corto. Tiene que ser solo un rumor, no puede ser verdad. ?Quién va a salir de la Cúpula para ir allí a que lo atrapen?
El camión se pone en marcha y un foco inunda la estancia con su luz. Se queda quieta. El haz recae sobre un fragmento triangular y, por un segundo, mirándolo fijamente, ve sus propios ojos, almendrados como los de su madre japonesa… tan guapa, tan joven… Y las pecas de su padre por encima del puente de la nariz. Y la media luna quemada que le cerca el ojo izquierdo.
Si se va, ?qué será de Freedle? La cigarra no lo resistirá.
La luz pasa de largo y el camión surge y desaparece, las iniciales ORS y una garra negra pintadas en un lateral. Pressia se queda completamente quieta mientras el motor aullante y la canción de la radio se desvanecen en la noche. El primer camión sigue en el callejón. Oye un grito, pero no es la voz de su abuelo.
Escruta el exterior por los grandes huecos donde en otros tiempos estaba la cristalera: está oscuro, hace frío y no hay nadie por la calle. Avanza pegada al muro hasta los restos de la puerta de la calle. Al lado hay un extra?o tubo oxidado pintado con espirales azules y rojas descoloridas, partido y combado. El abuelo dice que antes se solía poner en todas las barberías, que es un símbolo que en otros tiempos significó algo. Traspasa el umbral y camina sin apartarse del muro medio en ruinas.
?Cuál era el plan? Esconderse. La boca de riego que le ense?ó el abuelo está a tres manzanas. él creía que allí estaría segura, pero ?había acaso algún sitio seguro?
?Bradwell —se dijo Pressia—. El movimiento clandestino.? Todavía tiene el plano doblado que le metió el chico en el bolsillo. Seguro que está en casa, preparando la siguiente clase de Historia Eclipsada. ?Y si se llega a darle las gracias por el regalo y finge que le ha parecido un detalle muy amable y nada cruel? ?La acogerá? Aunque le debe un favor al abuelo por lo de los puntos, nunca se le ocurriría plantarse en su casa para pedírselo. Jamás. Con todo, decide intentarlo hasta allí. Fandra no sobrevivió pero su hermano sí.
En el suelo, junto a la puerta, hay una campanilla chamuscada. Le sorprende. La coge pero le falta el badajo y no suena. Puede hacer algo con ella, algún día.
Aprieta la campanilla con tanta fuerza que los bordes se le clavan en la mano.
Perdiz
Pezu?a
Perdiz oye las ovejas antes de verlas: el roce contra las zarzas oscuras del bosque que tiene enfrente, los balidos erráticos. La forma en que balbucea una de ellas le recuerda a Vic Wellingsly cuando se rio de él en el vagón del monorraíl. Pero eso fue en otro mundo. El sol se ha puesto y todo rastro de calor se ha desvanecido del aire. Está a las afueras de la ciudad, en sus restos calcinados y arrebujados. Huele el humo de las fogatas, oye voces en la distancia, algún grito ocasional. Un pu?ado de alas se baten sobre su cabeza.
Ha conseguido cruzar la franja de terreno arenoso donde se ha bebido todo el agua y donde en dos ocasiones le ha parecido ver un ojo en la tierra, un parpadeo aislado que se ha perdido rápidamente en la arena. ?Una alucinación? No está seguro.
Va bordeando el bosque. Si la tierra puede estar tan viva entonces el bosque tiene que ser demasiado peligroso. Asume que ahí es donde viven algunos de los miserables. Piensa en su madre, ?la santa?, como solía llamarla su padre, y en los miserables a los que en teoría salvó. Si ella sigue viva, ?vivirán ellos también?
Un gran pájaro de plumaje negro graso cae en picado a poca distancia de su cabeza. Ve el pico puntiagudo como una bisagra retorcida y las garras que se abren y se cierran en el aire. Asombrado, contempla su vuelo hasta que se pierde en el bosque. Piensa en el pájaro de alambres de Lyda en su jaula y le sobrevienen la culpa y el miedo. ?Dónde está ella ahora? No puede ignorar la sensación de que está en peligro, de que su vida ha cambiado. ?Le harán unas cuantas preguntas y la dejarán volver a su vida normal? En realidad Lyda no tiene nada que contarles. Le vio llevarse el cuchillo, pero si lo confiesa, parecerá que se está guardando algo, que sabe más de lo que dice. ?Los vio alguien besarse? En caso afirmativo, eso la hará parecer sospechosa. Recuerda el beso. Le viene a la cabeza una y otra vez, dulce y suave. Lyda olía a flores y a miel.
En ese momento las ovejas aparecen entre los árboles, renqueantes sobre unas pezu?as delgadas y deformes, y Perdiz corre a esconderse entre las zarzas para observarlas. Da por hecho que son salvajes. Van hasta una grieta socavada en la tierra que está llena de agua de lluvia. Tienen lenguas rápidas, casi picudas, algunas brillantes como cuchillas. Su pelaje está lleno de gotas de agua y enredos. Cada ojo va por un lado y los cuernos son grotescos: algunas tienen muchísimos, a veces en fila, como un risco de púas por el lomo del animal, y otros semejan trepadoras, forman espirales, se entrelazan y luego viran cada uno a un lado. Una de las ovejas los tiene hacia atrás, como una melena, y se han fusionado con el espinazo de modo que la cabeza se ha quedado fija en el sitio.
Por muy aterradores que puedan resultarle los animales, Perdiz agradece saber que el agua es potable. Le ha entrado una tos irregular… ?será por haber aspirado las fibras con púas? ?O de la ceniza arenosa? Esperará a que las ovejas se alejen y rellenará las botellas.
Pero el reba?o no es salvaje. Un pastor con un brazo sajado y las piernas arqueadas sale a trompicones de la espesura, pegando gritos desagradables y blandiendo un palo afilado. Tiene la cara afeada por las quemaduras y uno de los ojos parece haberse escurrido y asentado en el pómulo. Calza unas bastas botas cubiertas de barro y va arreando a los animales con varazos, mientras produce unos extra?os sonidos guturales con la boca. De pronto se le cae el palo y se agacha para cogerlo. Al volver la cara —tensada por las heridas y los verdugones—, clava los ojos en Perdiz. Tuerce el gesto y le dice:
—Eh, tú. ?Quieres robar? ?Carne o lana, eh?
Perdiz se tapa la cara con la bufanda, se pone la capucha y sacude la cabeza.
—Solo quiero agua —dice, y avanza hacia la charca.