Puro (Pure #1)

—?Qué pasa? ?He dicho algo malo? —pregunta Lyda. Perdiz parece enfadado con ella. Entonces, ?para qué le ha pedido salir?

—Ya no importa —le responde él, como si ciertamente hubiese dicho algo malo y la estuviese castigando por ello.

Lyda hunde el tenedor en la magdalena.

—Mira, no sé qué es lo que te pasa, pero si tienes algún problema me lo puedes contar.

—?Eso es lo que te gusta? ?Hurgar en los problemas de la gente? ?A eso te dedicas?, ?a buscarle pacientes a tu madre?

La madre de Lyda trabaja en el centro de rehabilitación al que mandan a los alumnos cuando tienen problemas de adaptación mental. De vez en cuando alguno de ellos regresa pero, por lo general, no se les vuelve a ver.

A Lyda le duele la acusación.

—No sé por qué tienes que tratarme así, pensaba que eras una buena persona.

No quiere irse enfadada pero sabe que tiene que hacerlo, le acaba de decir que es mala persona. ?Qué puede hacer, si no? Tira la servilleta y se dirige hacia la ponchera. Se niega a mirar atrás.





Perdiz


Cuchillo

Perdiz se siente culpable antes incluso de que Lyda se vaya, aunque también aliviado. Lo que ha hecho forma parte del plan: quiere la llave que lleva la chica en el bolso. Se ha comportado como un capullo con la esperanza de que ella se levantase y se fuese sin cogerlo. Pero ha estado a punto de pedirle perdón varias veces; le ha resultado más duro de lo que creía. Es más guapa de lo que recordaba —con esa naricilla respingona, las pecas y los ojos azules— y no estaba preparado para eso. No le había pedido ser su acompa?ante porque fuese guapa.

Mueve las manos por detrás de la espalda, saca el llavero con las llaves del bolso de la chica y se lo mete en el bolsillo de la chaqueta. Retira la silla con fuerza, como si estuviese enfadado y todo formase parte de la pelea, y sale apresurado en dirección al ba?o, que está al fondo del pasillo.

—?Perdiz! —Es Glassings, que lleva pajarita.

—Va usted de punta en blanco —le dice Perdiz intentando sonar lo más natural posible. Glassings le cae bien.

—He venido acompa?ado —le dice el profesor.

—?En serio?

—?Tanto cuesta creerlo? —pregunta Glassings poniendo cara de pena, pero está de broma.

—Con esa pajarita todo es posible —replica Perdiz.

Glassings es el único profesor con el que puede bromear así…, tal vez incluso el único adulto. Desde luego con su padre no puede. ?Y si fuese hijo de Glassings? La idea revolotea por la mente de Perdiz. Le contaría la verdad; de hecho, se lo quiere contar todo, pero ma?ana a estas horas ya se habrá ido.

—?Piensa bailar esta noche? —le pregunta Perdiz sin poder mirarlo a los ojos.

—Claro. ?Estás bien?

—Muy bien —responde sin saber muy bien qué ha hecho para disparar las alarmas de Glassings—. Solo un poco nervioso, no sé bailar muy bien que digamos.

—En eso no te puedo ayudar. Soy un patoso de campeonato. —En ese punto la conversación se estanca por un momento. Acto seguido el profesor finge ponerle bien la corbata y el cuello a Perdiz al tiempo que le susurra—: Sé lo que te reconcome, pero no pasa nada.

—?Que sabe lo que me reconcome? —repite Perdiz en un esfuerzo por parecer inocente.

Glassings lo mira fijamente y le dice:

—Venga, Perdiz, que no me chupo el dedo.

El chico se siente mareado. ?Tan descarado ha sido? ?Quién más conoce sus planes?

—Has robado las cosas de la caja de tu madre de los Archivos de Seres Queridos. —Glassings relaja el gesto y le sonríe—. Es normal, quieres recuperar una parte de ella. Yo también me llevé algo de las cajas.

Perdiz se mira los zapatos. Las cosas de su madre, conque se trata de eso… Cambia el peso de pierna y dice:

—Lo siento, no era mi intención, fue un impulso.

—Tranquilo, no se lo contaré a nadie —le dice en voz baja el profesor—. Si alguna vez quieres hablar, ven a verme.

Perdiz asiente.

—No estás solo —susurra Glassings.

—Gracias.

El profesor se le acerca aún más y le dice:

—No te vendría mal juntarte con Arvin Weed. Ha hecho progresos en el laboratorio, está dando grandes pasos, la verdad. Es un chico listo y llegará lejos. No es que quiera escogerte los amigos, pero Arvin está hecho de buena pasta.

—Lo tendré en cuenta.

Glassings le da un pu?etazo amistoso en el hombro y se aleja. Perdiz se queda allí parado un minuto, con la sensación de haber desbarrado, aunque no es así; solo ha sido una falsa alarma. Se dice que tiene que concentrarse. Finge que ha perdido algo, se palpa los bolsillos de la chaqueta —donde tiene guardadas las llaves— y los del pantalón y luego sacude la cabeza. ?Lo está mirando alguien? Al cabo, dobla por el primer pasillo en penumbra, por donde se vuelve a las habitaciones. Sin embargo, nada más torcer la esquina, cambia de nuevo de dirección, hacia la puerta del Salón de los Fundadores, donde saca las llaves de Lyda, escoge la más grande y la mete en la cerradura.

El Salón de los Fundadores es el principal espacio expositivo de la Cúpula, donde esos días hay una muestra de hogar. Perdiz saca su bolígrafo-linterna y desplaza el haz sobre unas cucharas metálicas para medir, un peque?o temporizador blanco y platos con los bordes muy elaborados. Lyda es la encargada de la muestra de hogar; por eso la abordó, fue un movimiento calculado para conseguir las llaves, aunque suena peor de lo que es. Perdiz se recuerda que nadie es perfecto; ni siquiera Lyda. ?Por qué había aceptado ella? Probablemente porque es hijo de Willux. Esa circunstancia había empa?ado todas y cada una de sus relaciones personales. Al haberse criado en la Cúpula, nunca ha estado seguro de si le cae bien a la gente por sí mismo o por su apellido.

La luz recae sobre una fila de objetos destellantes: el estuche de los cuchillos. Va hasta allí a toda prisa, pasa los dedos por el cierre y acerca el llavero de Lyda, que repiquetea en la oscuridad. El ruido de las llaves retumba en su cabeza por culpa de la codificación, resuenan como campanas muy agudas. Prueba una llave tras otra hasta que una entra. Acto seguido la hace girar con un leve chasquido y levanta la tapa de cristal.

Y entonces escucha la voz de Lyda:

—?Qué estás haciendo?

Vuelve la vista y ve el suave perfil de su vestido, su silueta.

—Nada.

La chica pulsa el interruptor de la luz y se encienden los apliques de la pared, que no iluminan mucho. Parpadea hasta que los ojos se adaptan a la luz.

—?Quiero saberlo?

—No lo creo.

Lyda mira hacia atrás, hacia la puerta.

—Miraré para otro lado y contaré hasta veinte —le dice clavándole la mirada, como si le estuviese confiando algo. Perdiz, de pronto, también quiere confesarse. Está muy hermosa: la cintura entallada del vestido, el brillo de los ojos, el delicado arco rojo de sus labios. Confía en ella movido por un impulso que no es capaz de explicar.

El chico asiente y ella se da la vuelta y empieza a contar.