Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)

LEAH

Mentiría si dijese que no dolió. Que el desamor no es duro. Que no me pasé noches llorando hasta dormirme agotada. Que cuando algo se rompe no deja tras de sí un montón de trocitos diminutos que ya no pueden volver a pegarse. Que no fue como sentir que la mano de Axel traspasaba mi piel, apretaba mi corazón con fuerza y lo soltaba de golpe. Mentiría. Pero, irónicamente, lo peor fue perderlo. Sí. Lo más insoportable fue saber que ese chico que había estado a mi lado desde el día que nací ya no iba a formar parte de mi vida. Que no volvería a sentir un tirón en la tripa al ver su sonrisa traviesa. Que no me daría un codazo durante las comidas familiares. Que él no llegaría a ver todo lo que yo quería pintar. Que no habría más regalos de cumplea?os ni oiría su risa ronca cuando Oliver le dijese alguna tontería, de esas que eran solo suyas y los demás no entendíamos. Que no sería el amor de mi vida, el inalcanzable, el que me derretía solo con una mirada.

Que ya no.





DICIEMBRE



(VERANO)





109



LEAH

Contemplé por la ventanilla el paisaje que dejábamos atrás mientras Oliver conducía en silencio y me tragué las lágrimas cuando me di cuenta de que ya no tenía ningún lugar al que regresar. Byron Bay había dejado de ser nuestro hogar, porque allí quedaban pocas cosas por las que volver. Los se?ores Nguyen me habían asegurado que vendrían a visitarme a la universidad, que solo tenía que coger el teléfono si en algún momento necesitaba algo, que aquello se solucionaría…, pero una parte de mí sabía que no. Que hay cosas que, cuando cambian, no pueden volver a ser iguales. Diferentes, quizá. Eso sí. Pero no iguales. Ojalá la vida fuese como una pelota de plastilina, moldeable, manejable, algo sobre lo que la tristeza o las decepciones no dejasen marcas visibles.

Mi hermano aparcó delante de una tienda de muebles y decoración cuando llegamos a Brisbane y me cogió de la mano. Yo me estremecí ante la solidez y la seguridad del gesto.

—Vamos, enana, alegra esa cara.

Habían pasado casi dos meses desde la última vez que vi a Axel a principios de noviembre, pero tenía la sensación de que hacía una eternidad.

Todavía seguía dolida con mi hermano por no haber podido entenderme, pero, aún peor, porque al final tuvo razón en muchas cosas. En demasiadas.

De esas que son tan feas que una no quiere verlas hasta que la obligan a hacerlo, porque para mí Axel siempre había sido perfecto, incluso con sus defectos, idealizado ante mis ojos en su alto pedestal, ese sobre el que lo miraba desde que era una ni?a, y en los últimos días no había dejado de darle vueltas, descubriendo que quizá él no era todo líneas curvas, precisas y limpias; también tenía aristas punzantes y ángulos en las sombras. No podía sacarme de la cabeza la frase que me susurró al oído aquella noche que regresó con los labios rojos por los besos de otra: ??Sabes cuál es tu problema, Leah? Que te quedas en la superficie. Que miras un regalo y solo te fijas en el envoltorio brillante sin pensar en que puede que esconda algo podrido?.

—Podrías ayudarme un poco —me dijo Oliver asomándose por la ventanilla del copiloto.

—Ya voy. —Salí del coche.

Cogí el equipaje de mano y él se encargó de las dos maletas más pesadas. El cielo azul del mediodía se alzaba sobre las calles llenas de desconocidos. No pude evitar recordar que en aquella misma ciudad Axel me había besado por primera vez de verdad, sin que yo tuviese que pedírselo, mientras bailábamos The night we met antes de terminar dentro de los servicios de aquel local descubriéndonos con las manos. Suspiré hondo, levanté la vista hacia el bloque de edificios de la residencia que a partir de entonces sería mi nuevo hogar, reparé en la tienda de muebles que teníamos delante y… sentí la necesidad. Fue un flechazo.

—?Puedes…, puedes esperarme un momento?

—?Ahora, Leah? Voy subiendo —contestó Oliver.

—Vale. Iré enseguida.

Entré y fui directa al mostrador. Podría haber dado una vuelta por los pasillos, que estaban llenos de muebles preciosos, pero acababa de verlo en el escaparate y no tenía ojos para nada más. Pregunté por el precio a la mujer que me atendió y dudé cuando escuché la cifra, pero seguí el impulso y un minuto después entré en el edificio golpeándome en las costillas al darme contra la puerta principal. Ahogué una exclamación de dolor.

—?Te has vuelto loca? —Mi hermano apareció.

—No, es solo que… me gustó. Mucho.

—Joder, Leah. Dame eso.

Oliver lo cogió y lo cargó en el ascensor. Subimos a la primera planta.

Un pasillo largo y estrecho repleto de puertas azules nos recibió. La mía era la número 23. Tal como había visto en las fotografías antes de que nos decidiésemos a alquilarla, la habitación era peque?a, con una cama, un escritorio, un armario y un aseo en el que difícilmente podrían entrar dos personas, pero no era algo que me preocupase. Abrí la ventana diminuta para que se airease la estancia y dejé el equipaje encima de la mesa de madera.

—?Dónde pongo esto? —preguntó Oliver.

—Ahí, en esa pared. Déjalo apoyado.

—?Y puede saberse por qué has comprado un espejo? —Se sacudió las manos cuando lo colocó bien para que no pudiese caerse.

—No lo sé. Me gustó. Es bonito.

?Y quería verme bien cada ma?ana.?

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