Ella se rio entre lágrimas y se limpió las mejillas.
—Si rompes esto ahora, sabes que no volveré jamás.
—Lo siento —repetí, y aparté la mirada.
Así eran las cosas. Así era como debía ser. Llevaba días dándole vueltas, como contemplar un mismo dibujo desde mil ángulos distintos para entender cada línea y cada borrón. Y había llegado a la conclusión de que lo teníamos todo en contra, de que había sido bonito, idílico, pero también irreal. Ella se había amoldado a mí. A mis rutinas, a mi vida, a mi casa, a mi forma de entender el mundo…, y egoístamente yo quería seguir así porque me hacía feliz, pero había algo que no encajaba, como esa pieza que sabes que has metido a presión entre otras dos y, aunque dudas durante un tiempo, terminas por darte cuenta de que no iba ahí, de que no era su lugar.
Leah se paró delante de mí antes de que pudiese encenderme otro cigarro. Mirarla… dolía. Necesitaba que se marchase ya, antes de que terminase cometiendo una locura o volviese a centrarme solo en mi propio ombligo.
—?Qué es lo que hemos sido todos estos meses, Axel?
—Muchas cosas. El problema no es ese, el problema es todo lo que nunca fuimos. No nos cruzamos un día cualquiera en un bar, no te miré y me gustaste y me acerqué para pedirte tu número de teléfono. No hemos tenido una cita. No me he despedido de ti dándote un beso delante de la puerta de tu casa. Ni siquiera hemos podido ir caminando por la calle cogidos de la mano sin pensar en nada más. No hemos podido tener todo eso.
—Pero a mí nunca me importó.
Me encendí el cigarro. Debería haber pensado en cómo era Leah, en que ella no renunciaría sin aferrarse a lo que sentía, porque vivía por y alrededor de cualquier emoción que la sacudiese. Cerré los ojos cuando volví a sentir sus brazos rodeándome por detrás, abrazándome. Joder, ?por qué?, ?por qué? No soportaba más esa situación. Me volví y ella me soltó.
Aún lloraba. Aún intentaba encajarlo. Pensé que sería como rematar algo que ya estaba hecho.
—?Qué co?o quieres? ?Un polvo de despedida?
Parpadeó. Tenía las pesta?as brillantes por las lágrimas.
—No hagas esto así, Axel. Te juro que no te lo perdonaré.
—Créeme, estoy intentando ser delicado, pero me lo estás poniendo muy difícil.
—Oliver tenía razón. —Sollozó y, por fin, jodidamente por fin, dio un par de pasos hacia atrás alejándose de mí—. Eres incapaz de luchar por las cosas que quieres.
La miré y apreté la mandíbula.
—Entonces quizá no las quiera tanto.
Pude ver el instante exacto en el que su corazón se hizo a?icos delante de mis ojos, pero no hice nada para evitarlo. Me quedé allí, imperturbable, deseando que pasase pronto, olvidar el momento en el que los ojos de Leah chocaron por última vez con los míos. Y vi odio. Y dolor. Y decepción.
Pero aguanté. Aguanté hasta que ella me dio la espalda y bajó los escalones del porche a paso rápido. La contemplé marcharse por el camino como tantas otras veces, solo que esa era diferente, porque no habría más, no aparecería a la ma?ana siguiente pedaleando en su bicicleta naranja, no habría más amaneceres juntos ni más noches de palabras y besos y música.
Hay puntos finales que se sienten en la piel…
Me quedé unos minutos más sin moverme, todavía anclado en ese instante que ya se había esfumado y formaba parte del pasado. Después entré y bebí un trago de la primera botella que encontré. Luego la estampé contra la pila, cogí otra y seguí el olor del mar hasta llegar a la playa. Me tumbé en la arena y bebí y recordé y me repetí a mí mismo que aquel iba a ser probablemente el mayor error de mi vida.
No sé qué hora era cuando volví a casa. Pero sí sé que el corazón me latía frenético contra las costillas y que tuve que encenderme un cigarro detrás de otro para mantener las manos ocupadas y los dedos quietos.
Porque el impulso estaba ahí… gritándome, susurrándome. Cogí la escalera de mano y fui a mi habitación. Subí los pelda?os y lo miré todo. Miré mis fracasos amontonados encima de ese armario, llenos de polvo y telara?as. Y
cuando me di cuenta de que era incapaz de enfrentarlos, volví a bajar y me quedé allí, solo y quieto en medio de ese dormitorio que había sido nuestro.
Me senté en el suelo deslizando la espalda por la pared y alcé la mirada hacia el cuadro que estaba sobre la cama. Las notas de una canción que hablaba de submarinos amarillos se arremolinaron en mi cabeza y me acompa?aron durante toda la noche, hasta que amaneció, hasta que entendí que la había perdido para siempre y que esos trazos de color y piel y tardes haciendo el amor eran lo único que me quedaba de ella.
Me levanté cuando sonó el timbre de la puerta. Ya era por la ma?ana y creo que seguía estando un poco borracho, porque fui a trompicones hasta el salón. Abrí. Justin estaba ahí, con un café en la mano y una porción de tarta de queso en la otra.
—Yo… solo quería saber cómo estabas.
—Ya veo.
—?Eso significa que estás bien?
Creo que fue la primera vez que contesté con sinceridad a una pregunta tan sencilla como esa. Estaba demasiado acostumbrado a responder un ?sí? rápido y me costó encontrar las palabras y dejarlas salir.
—No, no estoy bien.
—Demonios, Axel, ven aquí.
Me abrazó. Yo dejé que lo hiciese. Y lo sentí, sentí que tenía un apoyo, a un amigo, a mi hermano mayor. Había tenido que estar metido en el fango hasta arriba para darme cuenta de algo que estaba delante de mí todos los días. Recordé lo que le conté a Leah cuando subimos al cabo Byron, sobre aquel grafiti que no me paré a mirar hasta meses después. Esa sensación de estar perdiéndome un capítulo de mi propia vida me sacudió de nuevo.
108