Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)

Me quité la camiseta mientras me acercaba a ella. Leah me miró por encima del hombro y sonrió.

—No te muevas —le pedí antes de arrodillarme a su lado. La abracé, deslicé las manos por debajo de la tela que cubría sus pechos y rocé el pezón con el pulgar hasta que ella jadeó y soltó el pincel—. Te echaba de menos.

Cerré los ojos y la toqué por todas partes, le besé el tatuaje, hundí un dedo en su interior y su espalda se tensó contra mi pecho. Le di un beso en el cuello. La cogí del pelo. Llevaba el aroma del mar pegado a la piel y yo solo quería lamerla. Deslicé la lengua por su columna vertebral y sentí cada estremecimiento de su cuerpo. Dejé de pensar en nada. Solo en ella. En mí.

En nosotros. En lo preciosa que era, tan llena de color…

No pensé cuando alargué la mano hacia la paleta que estaba a un lado y enterré los dedos en las pinturas. Luego recorrí su cuerpo con ellos; la espalda, las nalgas, las piernas. La coloreé con mis manos encima de aquel lienzo. Ella jadeó.

—Axel…

Había tanto deseo en su voz que estuve a punto de correrme al oírla decir mi nombre así. Contuve el aliento y le arranqué de un tirón la braguita del bikini. Me desabroché el botón de los pantalones y me los quité mientras me tumbaba sobre ella y le sostenía los brazos llenos de pintura sobre el lienzo.

Me hundí en ella de un empujón. Cerré los ojos.

No podía verle la cara, pero sí oír su respiración entrecortada. La embestí otra vez sujetándola con fuerza de las caderas. Más fuerte. Más profundo. Leah gimió, gritó. Apreté los dientes y cogí más pintura antes de que mis manos la cubriesen entera mientras empujaba dentro de ella una y otra y otra vez, aunque ninguna parecía suficiente, ninguna calmaba el agujero que sentía en el pecho ante la incertidumbre de que aquello no fuese para siempre. Cuando toda su piel estuvo cubierta de color y sudor, me aparté y le di la vuelta, porque quería follármela también con la mirada, con las manos, con cada gesto.

Leah respiraba agitada y sus pechos desnudos subían y bajaban al mismo ritmo. Tenía los ojos brillantes y clavados en mí; llenos de todo. De amor. De deseo. De necesidad. Nuestras miradas se enredaron mientras trazaba un camino azul desde su mejilla hasta su ombligo, despacio, tan despacio que cada roce de su piel contra la mía fue placer y tortura a la vez.

Sus labios suaves y abiertos al tiempo que me apretaba más contra ella, manchándome de la pintura que la cubría sin poder dejar de contemplarla fascinado.

—Estoy tan jodidamente loco por ti…

—Bésame. —Hundió los dedos en mi pelo y tiró de mí con brusquedad hasta que nuestros labios chocaron.

Sabía a fresa. Volvía a saber a fresa.

Ella movió en círculos las caderas. Yo resoplé y apreté los dientes.

—Me pasaría la vida así, follándote y mirándote y besándote… — Gemí y la agarré del trasero para embestirla más hondo.

Leah me mordió la boca cuando le sujeté las mu?ecas sobre el lienzo y moví mis caderas contra las suyas, haciéndola mía, perdiéndome en ella, dándoselo todo.

—Joder, cari?o… Joder…

Ella se corrió. Arqueó la espalda, gimió en mi boca.

Cuando volvió a abrir los ojos, los tenía vidriosos.

Seguí embistiéndola. Más y más y más…

—Dime que me quieres —me rogó.

Pegué mi frente a la suya. Se me aceleró el corazón, palpitando fuerte y rápido, y le rocé los labios despacio, saboreándola lleno de tensión, a punto de explotar. Respiré hondo cuando ella me dio un beso en el corazón, en el centro del pecho, y luego perdí el control y exploté con un gemido ronco que acallé en su piel tibia.

La abracé. Silencio. Acerqué mi boca a su oreja.

—Todos vivimos en un submarino amarillo.

No me moví en lo que pareció una eternidad. Porque no podía.

Simplemente, no podía. Estaba aún dentro de ella, sobre su cuerpo, y solo era capaz de pensar en que aquello era perfecto, en que hay cosas a las que uno parece destinado y que tienen que ser. Respiré contra su cuello hasta que ella movió los brazos para rodearme y el roce de su piel me hizo abrir los ojos. Fruncí el ce?o y luego me aparté de ella. Me puse en pie. Y la miré, allí tumbada, aún sobre esa superficie que antes era blanca y que ahora estaba llena de color, de nosotros haciendo el amor, del rastro que había dejado su cuerpo junto al mío.

Contuve el aliento. Algo se agitó en mi pecho.

—?Qué ocurre? ?Qué estás mirando?

—La mejor obra de toda mi vida.

La cogí de las mu?ecas y la levanté.

Ahí estaba. Un cuadro. Mío. Suyo. Nuestro.

Leah me abrazó. Yo era incapaz de apartar la mirada de aquel remolino de color, de los trazos sin sentido, de nuestra historia hecha obra de arte.

Ese día entendí que no siempre hacía falta pensar para plasmar, que lo que para el resto del mundo serían garabatos para nosotros se convirtió en el lienzo más bonito del mundo.

Me agaché, lo cogí y fui al dormitorio.

—?Axel! ?Qué estás haciendo? —Leah me siguió.

Llevé la caja de herramientas, saqué clavos y tacos y un martillo. Diez minutos después, el cuadro ocupaba toda la pared que estaba encima de mi cama. Y supe que ahí iba a quedarse para siempre. Me volví hacia Leah, aún respirando agitado.

—Todavía no está seco —susurró ella.

—Ya se secará. Ven aquí, cari?o.

Se subió a la cama. Todavía estaba desnuda. La apreté contra mi cuerpo, piel con piel, corazón con corazón, y le di un beso suave, un beso lento en el que volqué todo…, todo lo que me llenaba el pecho en aquel instante.





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AXEL

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