Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)

Pensé en la chica que tenía dentro de casa. En lo complicada que era.

En tantos nudos que había ido desenredando poco a poco sin saber los que todavía me quedaban por descubrir.

Y al mismo tiempo me gustaba eso.

El desafío. El reto. Era casi una provocación.

Apagué el cigarro justo cuando la gata apareció en el porche. Estaba empapada y más delgada que nunca. Me miró y maulló.

—Bueno, un día es un día, supongo que puedes quedarte a pasar la noche. —Le abrí la puerta y, como si lo hubiese entendido, se sacudió y luego entró.

—?Pobrecita! —Leah se acercó.

—Iré a por una toalla.

La secamos entre los dos frotándola mientras ella nos bufaba de vez en cuando o hacía el amago de darnos un zarpazo.

—?Sabes a quién me recuerda?

—Muy gracioso —replicó Leah.

—Tenéis mucho en común.

—Voy a darle algo de cenar.

Le sirvió un plato con los restos de sopa y la gata se lo terminó mientras ambos la observábamos sentados sobre el suelo de madera del salón. Me tumbé, dejándome caer hacia atrás con las manos debajo de la cabeza. Empezó a sonar Day tripper y la tarareé distraído mientras ella sonreía y se relajaba; el momento de tensión que habíamos vivido quince minutos atrás se disipó.

—Buscaré algo de ropa vieja para que duerma.

—No, me la llevaré a mi habitación —dijo.

—?Estás bromeando? Yo no me fiaría de ella. Ya sabes, parece dulce cuando quiere, pero podría sacar las garras en cualquier momento. ?Nunca hemos hablado de por qué los gatos son tan increíbles?

—No, no es un tema sobre el que charlemos a menudo.

—Pues deberíamos. Son independientes, curiosos y dormilones. Las tres claves de una vida feliz. Son salvajes y solitarios, pero se dejan domesticar por mera comodidad. En los inicios, la cosa debió de ser algo así: ?Eh, humano, yo finjo que soy civilizado y tú a cambio me atiborras de comida, me proteges y me cuidas. Hecho?. —Leah se echó a reír y yo me estiré más en el suelo, justo como haría un gato perezoso—. No te rías, es verdad.

—Pienso intentar dormir con ella.

—Está bien. —Me puse en pie—. Si te ataca y necesitas ayuda, tú grita e iré a buscarte.

Ella puso los ojos en blanco.

—Buenas noches, Axel.

—Buenas noches.





47



LEAH

Me concentré en el instituto durante esa semana. Intenté prestar atención en clase, llevar los deberes hechos y estudiar por las tardes mientras Axel terminaba de trabajar. El miércoles quedé con Blair para tomar un café. Y el jueves, cuando la profesora de Matemáticas me hizo una pregunta y toda la clase se quedó en silencio, expectante, logré contestar sin que me temblase demasiado la voz. Al salir, dejé atrás los nervios y la inseguridad pedaleando rápido.

—?Tienes mucho que hacer hoy?

—Literatura y Química —respondí.

—?Qué disco pongo? —Axel se levantó.

—El que quieras. No me importa.

Abrí los libros, sentada en mi lado del escritorio, y comencé a realizar las tareas pendientes. Ya no volvimos a hablar en toda la tarde. De vez en cuando, yo alzaba un poco la mirada y lo contemplaba dibujar. él era todo lo contrario a mí. No se dejaba llevar, no había emoción ni nada que volcar en lo que estaba haciendo. Era delicado, de líneas precisas y muy pensadas, dejando poco espacio a la improvisación. Pero había algo cautivador en la manera que tenía de hacerlo, tan contenido, tan dispuesto a mantener una barrera entre él y el folio.

—Deja de mirarme, Leah —murmuró.

Me sonrojé y aparté la vista rápidamente.

Cuando llegó el viernes, tenía la sensación de que aquella había sido la semana más normal durante el último a?o. Había estudiado, había quedado con una amiga, había intercambiado tres palabras con una compa?era de clase tras dejarle una goma de borrar, y la presencia de Axel seguía despertándome un cosquilleo en la tripa.

Así era como solía ser mi antigua vida. O algo parecido.

Al llegar a casa, dejé la bicicleta al lado de la valla de madera y la mochila encima del porche al ver que la gata estaba allí sentada y mirándome muy seria.

—Bonita, ?tienes hambre?

Maulló. Entré en la cocina y ella me siguió, como si tras pasar la otra noche en casa ya tuviese todo el derecho del mundo. Busqué en la despensa.

Axel apareció diez minutos después aún mojado.

—?Qué hace la gata dentro de casa? —gru?ó.

—Ha entrado sola. ?Qué hay de comer?

Axel torció el gesto. Cogió una camiseta que había dejado encima del respaldo del sofá y se la puso estirando los brazos; intenté en vano no fijarme en su torso, en la piel dorada, en las líneas marcadas…

—?Qué te apetece? —preguntó.

—Cualquier cosa estará bien.

—?Revuelto de espinacas?

Asentí y, poco después, comimos en la terraza. Esa tarde fue tranquila y, como era viernes, dejé los deberes para el día siguiente y terminé durmiéndome en la hamaca de Axel. No tenía muy claro cómo me sentía. A veces muy bien. A veces horrible. Caminaba sobre una cuerda floja y podía pasar de un estado a otro en menos de lo que dura un pesta?eo.

A última hora, mientras Axel preparaba la cena, pinté un rato. Con el pincel en la mano, dudé y desvié la mirada hacia el peque?o maletín repleto de pinturas de colores, todas intactas, menos la roja que había abierto el otro día, todas tan bonitas e inalcanzables…

—Los tacos ya están listos —anunció Axel.

—Vale. Ya voy.

Limpié los pinceles y lo ayudé a sacar los platos.

Al terminar, en vez de prepararse un té, me pidió que lo acompa?ase dentro y sacó las botellas que tenía guardadas en los armarios de arriba.

Ron. Ginebra. Tequila. Apoyó las manos en la barra de madera de la cocina y alzó las cejas divertido.

—?Qué te apetece?

—?Un mojito?

—Hecho. Tú pica un poco de hielo.

Axel cogió azúcar y un par de limas de la nevera antes de salir a la terraza para buscar unas hojas de la menta que crecía cerca del porche.

Terminamos preparando una jarra que él agitó para mezclar los ingredientes.

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