—Me lo tomaré como un sí —dije.
Era el penúltimo sábado del mes, lo que significaba que Oliver volvería al cabo de dos días, y por alguna razón eso me hacía sentir que no teníamos tiempo que perder. Salimos de casa y caminamos en silencio. Yo llevaba una mochila y había preparado un par de sándwiches y un termo lleno de café. Avanzamos alrededor de dos kilómetros por el sendero pedregoso que conducía hacia la ciudad. Al pasar por delante de la cafetería familiar, entramos y saludamos a mi hermano.
—?Adónde vais? —preguntó Justin.
—De excursión, como los ni?os —respondió Leah.
él pareció sorprenderse cuando la oyó bromear, pero, tras un primer momento tenso, le sirvió un trozo de tarta de queso.
—Para reponer fuerzas —comentó animado.
—Ya había preparado el almuerzo —me quejé—. Eh, ?y qué pasa conmigo?
La satisfacción brilló en los ojos de Justin. Apoyó un codo en la barra.
—Pídemelo por favor. Y con dulzura.
—Que te jodan. —Me senté en un taburete y le quité el tenedor a Leah antes de pinchar un trozo de tarta y llevármela a la boca.
Ella se quejó indignada, pero luego rio, mientras mi hermano la observaba con curiosidad.
Entré en la cocina para saludar a mis padres y nos marchamos. Las calles de Byron Bay, con sus edificios bajos de ladrillo y madera, estaban llenas de chiquillos practicando skate y gente que volvía de la playa con las tablas bajo el brazo tras surfear a primera hora de la ma?ana en Fisherman’s Lookout. Pasamos por delante de un local de aromaterapia y de una camioneta hippy pintada de colores en la que podía leerse una frase de John Lennon: ?Todo está más claro cuando estás enamorado?. Y enfilamos el sendero del cabo Byron, el punto más oriental de Australia.
—No vayas tan rápida —le dije.
Leah se mantuvo a mi lado mientras subíamos la rampa del camino lleno de escaleras y tierra. La punta del cabo estaba cubierta por un manto verde de hierba que contrastaba con el mar azul. Bordeamos el acantilado en silencio. Se respiraba tranquilidad.
—?Estás aquí? —le pregunté.
—?Aquí?
—Aquí de verdad, en este instante. Deja de pensar y solo disfruta del camino, de las vistas, de lo que nos rodea. ?Sabes lo que me ocurrió una vez mientras vivía en Brisbane? Estaba haciendo las prácticas en una empresa que quedaba a unos veinte minutos de mi apartamento y pasaba todos los días por una calle peatonal. No sé si es que iba por la vida pendiente solo de mi propio ombligo, si solo pensaba en llegar al trabajo como única meta o qué co?o, pero llevaba dos meses haciendo el mismo camino cuando me fijé en un grafiti en una pared. Lo había visto antes, te lo juro, de refilón o algo así, cuando miras algo como de pasada, pero no le prestas atención.
Esa ma?ana frené en seco, sin ninguna razón, y lo contemplé. Era un árbol, y de cada rama que se extendía hacia los lados colgaba un elemento diferente: un corazón, una lágrima, una esfera de luz, una pluma… Me quedé tanto tiempo allí que llegué tarde al trabajo. Fascinado con un dibujo en el que no había reparado a pesar de que llevaría no sé cuánto tiempo en aquella pared, lo que me hizo pensar que a veces el problema no está en el mundo que nos rodea, sino en cómo lo vemos nosotros. La perspectiva, Leah, creo que todo depende de la perspectiva.
Ella no dijo nada, pero casi podía oír sus pensamientos y observarla atrapando las palabras y guardándoselas.
Continuamos subiendo por el cabo Byron, atentos a cada paso que dábamos. Había estado allí muchas veces, dando un paseo o viendo el amanecer, pero cada ocasión era diferente. Esa, porque Leah se encontraba a mi lado con expresión pensativa y la mirada fija en las olas que murmuraban a la izquierda.
Media hora más tarde llegamos al faro, que se alza a más de cien metros sobre el nivel del mar. Nos quedamos allí un rato contemplando el paisaje, hasta que decidimos avanzar por un sendero a lo largo de los acantilados. Paramos al distinguir una colonia de cabras salvajes.
—Me muero de sed —dijo sentándose.
—Toma. Bebe.
Le tendí la botella de agua y me dejé caer a su lado, delante del mar.
Cuando una ola grande chocaba contra las rocas, el agua entraba y se deslizaba hasta casi rozarnos los pies.
—?Comemos aquí? —preguntó.
—?Por qué no? —Saqué los sándwiches de la mochila.
—?Sabes? Creo que tienes razón. Que a veces no miramos bien las cosas. Yo antes lo hacía cuando pintaba. Era inevitable fijarme en los detalles, ya sabes, las tonalidades, las formas y las texturas. Me gustaba eso.
Absorberlo. Interiorizarlo.
Me fijé en ella, en su perfil, en la línea algo más ovalada de su frente, en los pómulos salientes, en la curva de los labios y de la nariz respingona; en lo suave que parecía su piel bajo la luz del sol y en el tono dorado que adquiría.
—Tampoco podemos hacerlo todo el tiempo. Son momentos —a?adí.
—Supongo que sí. —Le dio un mordisco al sándwich.
Yo me había terminado el mío, así que me quité las zapatillas y me acomodé mejor sobre la roca, tumbándome a su lado. El cielo estaba despejado y soplaba una brisa suave. Si aquello no era felicidad y calma y vida, nada más podría parecerme real. Cerré los ojos y noté a Leah moverse cuando se tumbó también. No sé cuánto tiempo estuvimos allí, si fueron diez minutos o casi una hora, pero fue perfecto y me limité a respirar.
—Axel, gracias por esto. Por todo.
Abrí los ojos y analicé su expresión. Estábamos muy cerca y tan solo su cabello revuelto se interponía entre los dos.
—No me las des. Somos un equipo, ?recuerdas?
—Pensaba que dijiste ?tribu?, con un jefe asignado.
—Lo mismo es. —Me reí. Alcé una mano, ya serio, y le rocé el brazo para llamar su atención; ella lo apartó con brusquedad—. Eh, ?recuerdas lo que hablamos el primer día de este mes?
—Sí, lo recuerdo.