Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)

—Durmiendo.

En ese momento ella abrió la puerta de su habitación, todavía bostezando, y los gemelos se lanzaron a abrazarla; quizá ellos eran los menos conscientes de que esa chica que antes se dedicaba a disfrazarlos y a jugar ya no era la misma. Leah los acogió en sus brazos y dejó que mi madre la agobiase un rato.

—?Por qué estáis aquí? —pregunté.

—Siempre alegre de vernos —ironizó Justin.

—Colega, tu madre ha pensado que podríamos pasar el día todos juntos y hemos intentado llamarte, pero tenías el teléfono apagado —dijo mi padre.

Mi madre resopló mientras vaciaba las bolsas.

—No llames a tu hijo colega.

—?Acaso no lo somos? —Papá me miró.

Iba a contestar cuando mi madre me se?aló.

—?Para qué tienes ese aparato si nunca lo usas?

—Sí que lo hago. A veces. De vez en cuando.

—Es un ermita?o, déjalo —intervino Justin.

—Oliver está harto de decirte que lo tengas enchufado y a mano. Vives aquí aislado y con una chica a tu cargo, ?qué ocurre si os pasa algo? ?Y si te tropiezas y te partes una pierna o estáis en el agua y os ataca un tiburón o…?

—?Joder, mamá! —exclamé alucinado.

—?Joder! —gritó mi sobrino Connor.

—Maravilloso —Justin resopló.

Por suerte, Emily se echó a reír, ganándose una mirada reprobatoria de mi hermano, que salió con los chiquillos a la terraza seguidos por mi padre, sonriente como de costumbre. Me quedé allí, todavía un poco desubicado, observando cómo mi madre guardaba cinco o seis envases de comida preparada en la nevera y una docena de sopas de sobre en la despensa. Leah preparó café mientras Emily hablaba con ella y le preguntaba qué tal le estaba yendo este curso en el instituto.

—Te he traído vitaminas. —Mi madre agitó un bote lleno delante de mis narices.

—?Por qué? Estoy bien.

—Seguro que puedes estar mejor.

—?Tengo mal aspecto o algo así?

—No, pero nunca se sabe. La carencia de vitaminas es la causa de muchas enfermedades, y no solo el escorbuto por falta de la C, o la osteomalacia si no tienes la D, sino también otros problemas como el insomnio, la depresión, la indigestión. ?Incluso la paranoia!

—Ah, de eso sufro mucho, mamá. A veces tengo paranoias en las que mi familia aparece en mi casa un sábado cualquiera sin avisar, pero luego se me pasa y respiro aliviado al darme cuenta de que estoy solo y todo son imaginaciones mías.

—No digas tonterías, hijo.

Me serví el segundo café del día y pregunté a voz en grito si alguien más quería; solo Justin respondió que sí. Se lo preparé y salí a la terraza, en la que terminamos reuniéndonos todos. Mi padre se había sentado en la hamaca con aire bohemio y empezó a decir cosas como ?Huele a paz? o ?Me encanta el rollo que tienes en tu casa?.

—Entonces, ?has vuelto a surfear? —le preguntó Emily a Leah mientras uno de sus reto?os se le subía encima.

—Un poco. Hice un trato con Axel.

Leah me miró y sentí una conexión. Un vínculo que empezaba a crearse entre nosotros. Me di cuenta de que éramos los únicos testigos de todo lo que estábamos viviendo aquellos meses y, en cierto modo, me gustó.

—?Estás obligándola? —preguntó Justin.

—?Claro que no! O sí, ??qué más da?! —Me eché a reír al ver su desconcierto.

—No me obliga —mintió Leah.

—Eso espero —sentenció mi madre.

—?Yo también quiero surfear! —gritó Max.

—Aprende de tu tío y serás un crack —intervino papá.

Su comentario desencadenó reacciones de todo tipo: desde el ?Suena ridículo, Dani?l? de mi madre hasta la mueca de fastidio de Justin y los gritos entusiasmados de mis sobrinos, que se abalanzaron sobre las tablas de surf en el otro extremo de la terraza.

Quince minutos después estaba con ellos y con mi padre en el agua.

Los subí a la tabla, que era ancha y larga, y se mantuvieron sentados mientras los guiaba hacia la zona en la que nacían las olas. Mi padre me seguía de cerca, animado. Y sentados en la arena estaban los demás, charlando y comiendo rosquillas que mamá había traído de la cafetería.

—?Quiero levantarme! —Connor se movió.

—No, eso más adelante. Hoy, sentados.

—Promete que otro día…

—Te lo prometo —lo corté.

Connor se sujetó a los extremos de la tabla cuando una ola la sacudió.

Estuvimos un rato haciendo lo mismo, hasta que Max se cansó y tiró a su hermano dándole un empujón. Los dejé en el agua, jugando y riendo, y miré a mi padre.

—Leah tiene buen aspecto —comentó.

—Avanza poco a poco. Pero lo hará.

—Estás haciendo un buen trabajo.

—?Por qué piensas que es cosa mía?

—Porque te conozco y sé que cuando algo se te mete en la cabeza ya no hay nada que hacer. Todavía recuerdo el día que me preguntaste si los escarabajos eran gordos porque estaban llenos de margaritas. Acabábamos de mudarnos y lo habías visto en un cuadro de Douglas, ese tan raro lleno de colores del que siempre me burlaba diciéndole que se había fumado algo al pintarlo. Yo te dije que no, pero por supuesto tú no te convenciste, tenías que verlo con tus propios ojos. Así que dos días después te encontré en la terraza diseccionando a un pobre escarabajo. Y ahora mírate, vegetariano.

Me eché a reír.

—?Por qué pintaría eso?

Recordaba aquel cuadro de Douglas a la perfección; los colores arremolinándose en torno a un montón de flores y varios escarabajos de un tono púrpura oscuro en el suelo, abiertos en canal y llenos de margaritas.

—Ah, él era así, era su magia. Tan inesperado.

—Joder —inspiré hondo—. Lo echo de menos.

—Yo también. A los dos. —Mi padre apartó la mirada, triste como pocas veces lo estaba, y se?aló con la cabeza la tabla a la que los gemelos intentaban subirse—. Deberías tunearla. Molaría más.

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