Sigo dentro del bosque. Sigo ahí. Pero las ramas de los árboles altos son menos frondosas y se ven trozos de cielo azul. A veces, hasta me alcanzan rayos de sol.
—Grace… —Su voz es una caricia invisible—. ?Qué puedo hacer?
—Nada. Nadie puede caminar por mí.
—?A qué te refieres?
Sacudo la cabeza con el rostro todavía hundido en su pecho. Lo huelo. Lo huelo porque cuando lo hago sigo evocando cascadas y frío y violetas. Y escucho su corazón latiendo con fuerza contra mi oreja derecha, pum, pum, pum. Will está vivo y yo también. Y ese hecho absurdamente corriente de pronto me parece insólito. Respiramos. Lo hacemos a la vez. Su cuerpo y el mío funcionan a la perfección como dos máquinas recién engrasadas, cada célula cumple su función específica, podemos ver y oír y olernos y saborearnos y tocarnos. Podemos querernos.
—Will…
—Dime.
—Voy a echarla tanto de menos…
—Lo sé. —Me besa la nariz, limpia el rastro de lágrimas.
—Gracias por acompa?arme durante todo el juego. Has hecho que fuese aún mejor de lo que seguramente mi hermana imaginó.
—Joder, Grace. —Acaricia mi mejilla.
Tengo cuatro palabras atrapadas en la lengua: ?Creo que te quiero?. No, no lo creo, lo sé. Porque Will se ha convertido en el amigo que tanto necesitaba, en un amante, en un confidente, en esa persona capaz de hacerme reír mientras nos quitamos la ropa o de debatir intensamente sobre cualquier tema que al resto de la humanidad le resulte insignificante. Y me gusta su corazón. No es perfecto, no lo es, algunas zonas han pasado demasiado tiempo a la sombra, pero es un corazón que sabe arrepentirse.
Sin embargo, no las digo. Me trago las palabras con fuerza.
—?Tú crees que la tristeza puede ser infinita?
Will me mira y me aparta el pelo de la cara.
—Depende de qué tipo de tristeza.
Veo borroso cuando él se mueve y coge la caja del juego. Saca las cartas que quedan, esas que son de otros colores y que vi la primera vez que me ense?ó ?El mapa de los anhelos?. Una es roja, otra morada y dos de un azul pálido.
—Son para tu padre, tu madre y tu abuelo —dice mientras le da la vuelta a la de color morado y suspira hondo—. Y esta es para mí.
Nos quedamos callados unos segundos.
—?Vas a abrirla ahora?
—Creo que más tarde.
Asiento, y el silencio regresa. Es extra?o que esto que nos unió, un juego que hace meses me pareció una locura sin sentido, haya llegado definitivamente a su fin. Paseo la vista por el interior de la caravana. Hay un libro distinto junto a la cama, porque a Will le duran poco, la ropa está doblada en un montón y, al lado, junto a la pila de libros, veo un regalo. El mismo regalo que estaba en el asiento del coche la noche de la feria. Lleva ahí todo este rato y no sé cómo es posible que no le prestase antes atención, pero imagino que estaba tan centrada en lo que había ido a hacer que no veía nada más.
—Will.
—?Sí?
—?Qué es ese regalo?
Gira la cabeza para mirarlo.
—Ah, eso. Iba a ser tu regalo de cumplea?os, pero el final de la noche se torció y, bueno, no he encontrado el momento adecuado para dártelo. O quizá no estaba seguro de hacerlo. —Parece nervioso—. Es posible que no te guste.
Me encantan los regalos. Me encantan de una manera absurda e infantil. Hay pocas cosas más emocionantes que descubrir lo que otra persona piensa que podría gustarte, aquello que le ha hecho recordarte de entre todos los objetos que tenemos diariamente al alcance, y deshacer el lazo, romper el papel del envoltorio…
Es justo lo que necesito esta noche. Una distracción.
—?Puedo abrirlo?
—Claro. Espera.
Will coge el regalo y me lo ofrece.
Deslizo la punta del dedo por el contorno del lazo dorado y lo pienso unos segundos antes de tirar de uno de los extremos. No necesito levantar la vista para saber que Will sigue estando inquieto, porque se frota el mentón mientras espera a que lo abra del todo. Lo hago. Le quito la tapa a la caja de cartón. Y ahí están.
Unos patines de color lila. Los más bonitos que he visto jamás.
Siento que vuelvo a entrar en la espiral emocional de la que intentaba escapar minutos atrás. Los ojos se me llenan lentamente de lágrimas.
—Mierda, Grace. Lo siento, lo siento…
—No.
—Fue un error, pensé… No sé lo que pensé…
Me abraza intentando consolarme. Yo tardo unos instantes en entenderlo y me aparto un poco para apoyar mi frente en la suya. Le acaricio las mejillas.
—Son perfectos, Will.
—?En serio?
—Sí. De verdad. Es que tengo las emociones a flor de piel y no puedo dejar de llorar. Pero los patines son el mejor regalo del mundo.
—Me alegra oírlo. Encontré una pista de patinaje en Lincoln y se me ocurrió que quizá algún día podríamos pasarnos por allí…
Will habla en susurros y no deja de limpiarme las lágrimas con los pulgares. Aunque le he asegurado que estoy bien, una arruga de preocupación surca su frente. Ahora mismo solo quiero que desaparezca. Y que él me bese. Que me bese y que el resto del mundo se silencie con la misma facilidad que la luz al apretar un interruptor. Bombillas. Mi cabeza está llena de bombillas encendidas y quiero que Will las apague una a una hasta que todo esté a oscuras y lleno de calma y paz.
48
Will
—Me gustaría que me besases sin parar. Solo eso. Un beso y luego otro y después otro más. Y que cuando nos demos cuenta ya esté amaneciendo.
—Creo que eso puedo hacerlo —le aseguro.
Sus labios buscan los míos y me dejo llevar.
Besar es como volver a leer un libro. A pesar de saberte el final, de conocer todos los movimientos y cada centímetro de la boca del otro, no quieres dejar de hacerlo. Hay una emoción contenida en el hecho de pasar páginas, de marcar la piel beso a beso.
Grace tira con fuerza de mi camiseta para quitármela. Después, busca la goma de los pantalones e intenta bajármelos. Respiro entrecortadamente cuando le sujeto las mu?ecas y la miro a los ojos. Sigue llorando. Las lágrimas son silenciosas pero perseverantes. Le beso los pómulos para llevarme el rastro salado. Ella encuentra el nudo del cordón de los pantalones de chándal y lo afloja.