El mapa de los anhelos

—No creo que esto sea lo mejor…

—Te necesito ahora, Will —dice.

—Mmm… —Cierro los ojos cuando su mano me acaricia sobre la ropa interior e intento serenarme—. ?Estás segura? Porque podríamos… abrazarnos. O salir y mirar las estrellas. Casi mejor eso —a?ado con la idea de poner distancia entre los dos.

Coge mi rostro para que la mire.

—Por favor, Will. Por favor.

Y hago lo que me pide. Dejo que me quite la ropa y la ayudo a ella a desprenderse de la suya, que acaba en el suelo. Me acomodo encima. Los dos estamos desnudos y, pese a la diferencia de altura, cada parte de nuestros cuerpos parece estar unida: los pulmones, los ombligos, mi miembro sobre su sexo, las piernas y las rodillas. Nuestras bocas. Tenemos los labios hinchados, húmedos, enrojecidos. Y, aun así, no parece suficiente. Beso a Grace en el cuello, en los pechos, en el hueso de la cadera, entre las piernas, hasta que la escucho gemir y arquearse pidiendo más. Un poco después, me hundo en ella. Es fácil sentirse seguro así, justo así, cuando el resto del mundo duerme y solo veo su rostro y no pienso en nada más. No hay culpa, dudas o temores. Solo está Grace. Ella y sus piernas rodeándome. Ella y la satisfacción dibujando una mueca en su rostro. También la otra cara. La de ella y el deseo de querer congelar este instante, porque ya he aprendido tras varias caídas que todos los comienzos tienen su final, que no hay árbol que no acabe siendo le?a, que la felicidad son destellos que deslumbran tanto que te aturden.

Es como el placer que nos sacude. Arrollador y efímero.

Me quedo un minuto sin moverme hasta que me levanto para ir al ba?o. Cuando regreso, ella sigue en la misma posición, con la vista clavada en el techo. Me tumbo a su lado y la abrazo con suavidad. ?Todo mi cuerpo parece hecho para encajar con el suyo?, pienso, a pesar de ser consciente de que es la típica cursilada que solo puedes creer cuando estás tan locamente perdido por alguien que no ves nada más allá.

—?Estás bien, Grace?

—Sí. Un poco triste. Un poco contenta.

—Y ahora es cuando pido el comodín de la respuesta larga.

Noto su risa en la palma de la mano que mantengo apoyada sobre su barriga.

—Estoy triste porque me cuesta asimilar que todo haya llegado a su fin, pero contenta porque logré hacerlo y ha sido… revelador. Me pregunto si mi hermana me conocía mejor de lo que llegué a conocerme a mí misma tiempo atrás…

—Es posible.

—Creo que tenemos una imagen distorsionada de lo que somos porque, en realidad, cambiamos un poco cada día. ?Es posible que el corazón sea más elástico que el cerebro? Eso explicaría que nos aferremos a un par de adjetivos y vayamos con ellos a cuestas durante gran parte de nuestras vidas. Quizá aceptar que una es ?caótica? o ?introvertida? sea más fácil que redefinirse constantemente. ?Recuerdas lo que te dije una vez sobre los colores? Que para mí eras morado, pero, en el fondo, todos somos arcoíris.

Grace se da la vuelta y apoya la cabeza sobre mi pecho. Me pregunto si puede oír los latidos de mi corazón. Y también si es consciente de mis silencios, porque en ocasiones soy incapaz de seguirle la pista y siento que va por delante, cada vez más rápido, y se aleja y se aleja. No puedo correr porque estoy atado. Yo mismo puse las cadenas y ahora ya no recuerdo dónde metí la llave.

Cierro los ojos. El sue?o se acerca en un vaivén que ella interrumpe con el movimiento de sus dedos. Me concentro en la yema del índice que baja por mi ombligo, lo rodea, traza una espiral, sube hasta escalar por el pecho…

—Grace, ?qué estás haciendo?

Tarda unos segundos en contestar.

—Estoy… patinando.

—?Cómo?

—Patinando por tu piel.

Me despejo y presto atención al dibujo que crea con los dedos. Noto la punta de su u?a al clavarse con suavidad en la carne antes de deslizarse hacia abajo con lentitud. Respiro hondo. No sé por qué este momento me resulta tan trascendental, pero no puedo parar de mirar la mano de Grace dejando su huella en la piel erizada.

—Will…

—Mmm.

—Quiero usar los patines. Si no fuese la una de la madrugada, te pediría que fuésemos ahora mismo a esa pista que encontraste.

Me incorporo un poco y la miro.

—?De verdad?

—Sí —susurra.

—Pues hagámoslo.

—?Cuándo?

—Ahora. Vamos.

Me levanto y cojo la camiseta que está a los pies de la cama. Grace me mira con incredulidad.

—?Te has vuelto loco?

—Tú solo… vístete.

Lo hace, aunque no parece demasiado convencida, y coge la caja con los patines. La humedad de la madrugada nos abraza al salir de la caravana para ir hasta el coche y, antes de que pueda pensar con detenimiento lo que estoy haciendo, ya estamos de camino hacia allí. Cuando giro la cabeza hacia Grace descubro que se ha quedado dormida con mi chaqueta por encima, y luego me concentro en la carretera y solo en eso. No estoy seguro de qué espero conseguir, ni siquiera estoy acostumbrado a dejarme llevar por impulsos sin tenerlo todo bien calculado antes, sobre todo porque son el tipo de actos que no suelen terminar bien. Pero sigo adelante. Sigo conduciendo en mitad de la noche.

La pista de patinaje se encuentra dentro de un centro comercial.

El lugar está desierto. Tan solo hay dos coches en el parking cuando apago el motor. Me quedo mirando el enorme edificio de enfrente cuyas puertas, como es evidente, están cerradas. No tengo ningún plan cuando me inclino hacia Grace y susurro su nombre para despertarla. Abre los ojos lentamente.

—Ya hemos llegado —le digo.

Me mira en la oscuridad del coche unos instantes antes de sonreír y quitarse la chaqueta, aunque la animo a que se la ponga por encima cuando bajamos.

Avanzamos hacia el centro comercial.

Paramos en la puerta. No hay timbre. No hay nada. Camino hacia atrás unos cuantos pasos, miro hacia arriba y lanzo un suspiro. Grace alza las cejas y sonríe.

—Will Tucker, ?estás calculando si es posible saltar el muro?

—Sí.

—Y yo que pensaba que eras el más sensato de los dos…

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