El mapa de los anhelos



Grace


Me he preguntado muchas veces cómo me sentiría cuando llegase este día y en ninguna de mis fantasías estaba corriendo desesperada por las calles de Viena.

Es veintinueve de noviembre. Ha pasado un a?o desde que Lucy tomó su última bocanada de aire y cerró los ojos para siempre, desde que sostuve su mano inerte entre las mías mientras sentía que un centenar de insectos me devoraban por dentro, desde que el mundo cambió porque ella se marchó, aunque ese mundo no lo sepa. Pero así es. Cada vez que alguien muere y nace, todo se recoloca; es un engranaje que gira, se rompe, encaja otra vez. Parece que no ocurra nada, pero estoy segura de que de cerca pueden verse peque?as fisuras y muescas que simbolizan la tristeza y la felicidad.

Consigo coger un taxi y le indico mi destino al conductor: el palacio Belvedere.

Tras diez minutos de trayecto, en pleno corazón de Viena se dibuja el edificio barroco rodeado de jardines. Es inevitable quedarse sin aliento al verlo. No solo por su esplendor, sino porque sé lo que alberga en una de sus galerías.

Pago la carrera, espero, consigo entrar, me muevo con torpeza entre las salas e intento descifrar el mapa del folleto que he cogido. Es tarde. El palacio pronto cerrará sus puertas y me encuentro perdida en su inmensidad. Si durante estos meses las ciudades que me han acogido no me hubiesen puesto a prueba una y otra vez, me habría rendido. Pero no lo hago. Consigo calmarme, le pregunto a una mujer que no habla mi idioma y que, sin embargo, logra que la entienda con unas cuantas se?as.

Y avanzo hasta el lugar indicado.

Hay más gente allí dentro, pero se vuelven invisibles en cuanto mis ojos se posan en el cuadro que se alza imponente en la sala. Es inmenso, casi dos metros de alto y de ancho. El icónico beso de Gustav Klimt reina en todo su esplendor.

Lo admiro en silencio. Me empapo de la imagen y me fijo en cada detalle; la manera de combinar las dos y las tres dimensiones, que la ropa de ella tiene motivos florales y redondeados, pero la de él está estampada con formas rectangulares. El uso del oro como pigmento, su brillo ligero, también la plata. La delicadeza que desprende el jardín a los pies de los amantes y ellos, abandonándose entre los brazos del otro. Siempre he pensado que el amor es tan inestable como el clima, pero la ternura y la intimidad son resistentes.

Y entonces percibo su presencia.

Se mueve despacio, como lo haría un gato en mitad de la noche, pero lo siento. Lo hago porque sé cómo huele, cómo se alza su cuerpo a mi lado, la distancia exacta entre su cabeza y la mía, y la rigidez de sus hombros.

Will está aquí.

Después de casi tres meses sin vernos, nos encontramos los dos delante de El beso. No giro la cabeza, no digo nada, casi ni respiro. Por fuera me convierto en una estatua, aunque por dentro todo mi ser parece volverse líquido e inestable. No sé cuánto tiempo permanecemos callados hasta que su voz llega como una cascada y me inunda.

—Pensé en lo que me dijiste aquella noche en la noria.

—No lo recuerdo —miento.

—Sobre que, en esencia, todos nos estamos muriendo y que, si tuviésemos un cronómetro donde poder ver el tiempo que nos queda, no sabríamos qué hacer.

—Ya.

No quiero mirarlo. No quiero. Peor aún: no puedo. Tengo la sensación de que si lo hago se esfumará, dejará de ser real y confirmaré que tan solo es una ilusión.

—Hace ya bastante que descubrí con quién me gustaría compartir ese tiempo.

Las palabras logran desentumecerme y me atrevo a girar la cara para mirarlo.

Está igual que siempre y, a la vez, diferente. Se ha cortado el pelo y lleva una camisa clara bajo el abrigo negro. En sus ojos hay… más luz. Esperanza. La bruma se ha disipado. Y todo en él sigue resultándome tan fascinante como lo recordaba.

Will se acerca un poco más. Y tiemblo. Tiemblo por culpa de los nervios y de la anticipación. Tiemblo porque su presencia, lo que esto podría significar, me sobrecoge. Cuando pierdes algo y lo encuentras en el momento más inesperado, comprendes que estás delante de un regalo. Y quieres abrirlo. Quiero abrirlo.

—No pienses que lo que voy a decirte es algo improvisado. —Parece saborear cada palabra antes de dejarla ir—. He reflexionado mucho antes de darme cuenta de que, de entre todas las cosas que podría hacer o todas las personas con las que podría estar, tan solo querría pasar ese tiempo a tu lado. Es así de sencillo y complicado.

—Will…

—Espera, déjame acabar. —Hace una pausa y aparta los ojos del cuadro que tenemos delante—. Tenía que volver a encajar las piezas de mi vida. Tú llevabas razón. Debía aceptar quién fui para poder decidir quién quiero ser, porque seguir huyendo o escondiéndome tan solo era poner parches. Y no voy a negar que afrontar las partes más feas y oscuras de uno mismo es duro, porque reconocerlas las hace reales, pero ahora entiendo lo que intentabas decirme aquella última noche en la caravana y te agradezco lo que hiciste por mí. Necesitaba… un empujón. Un empujón en la dirección correcta.

Cuando alzo la vista hacia él, comprendo que una mirada puede significarlo todo. Las palabras son efímeras, los gestos pueden ser teatrales, pero los ojos…, los ojos no mienten. Una mirada puede ser demoledora y dejarte ver en apenas un instante lo que alguien esconde en lo más profundo de su corazón.

—Espero que no sea demasiado tarde.

—Llegas justo a tiempo —le aseguro.

No quiero llorar, pero El beso se distorsiona lentamente alrededor; los colores se entremezclan, el dorado se funde con el manto de flores. Y esa visión borrosa es preciosa en sí misma. Tomo aire y, sin moverme apenas, alargo la mano y encuentro la suya. Su calidez contrasta con el frío del que nunca logro desprenderme. Reconozco sus nudillos, la forma de las u?as, el tacto suave de su piel. He visto estas manos pasando las páginas de un libro y acariciando todo mi cuerpo. Y las he echado de menos profundamente. Lo he echado de menos.

—No pienso soltarte.

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