—?Tienes algún plan mejor?
—No estoy seguro… —Dubitativo, pienso en mis opciones. Es evidente que este a?o está perdido, pero creo que debería tomar una decisión de cara al próximo—. Me imagino que buscaré trabajo y después… quizá pida un préstamo para un máster.
—?Un préstamo? Pero si nosotros…
—Lo sé, papá. Es por mí —aclaro.
Tarda un poco, pero cuando finalmente asiente, parece satisfecho. Creo que entiende que no quiero seguir dependiendo de su dinero, no porque no agradezca el ofrecimiento, sino porque necesito retomar el control de mi vida a todos los niveles.
—?Y en qué quieres especializarte?
—Propiedad Intelectual. Era algo que me gustaba. Creo que estaría bien ir hacia esa dirección y después… El después ya se verá.
58
Grace
Paso tantos días en el interior del Louvre que, cuando una ma?ana decido tomarme un café en una peque?a plaza, me sorprende el hecho de estar en París. Es como si al refugiarme en el arte convencional hubiese olvidado que, en esencia, toda la ciudad es un cuadro maravilloso y está vivo, los trazos de pintura cambian y se entremezclan.
La belleza de París, con sus luces y sombras, es apabullante.
Me dejo conquistar por las calles adoquinadas, el olor a croissants recién horneados, los pintores en la orilla del Sena y los puestos de libros de segunda mano, el queso fundido que me sirven en crepes, el pan crujiente y tostado, y el barrio de Saint-Germain-des-Prés, donde se alza la iglesia más antigua de París, con sus calles repletas de galerías que conducen al Museo de Orsay, famoso por sus cuadros impresionistas.
En esta ciudad, es tan fácil perderse como encontrarse.
Cada día descubro un rincón nuevo y no quiero irme, así que decido improvisar y alargo un poco más mi estancia allí, a riesgo de tener que recortar el recorrido por Italia. En estos momentos estoy deslumbrada y ya pensaré en el ?ma?ana? cuando llegue.
Disfruto de esos últimos días visitando palacios, jardines y callejeando. Me tomo algo en el Café des Deux Moulins tan solo porque aparecía en Amélie y es, sin duda, una de mis películas favoritas; Lucy solía bromear diciéndome que me parecía a ella por el corte de pelo y mis rarezas. Como típica enamorada de Monet, voy al Musée Marmottan. También visito la Sainte-Chapelle, la Catedral de Notre Dame y las catacumbas de París. Y recorro Montmartre junto a todos los demás transeúntes, porque me encanta haberme convertido en una turista más, con la cámara analógica que me compré en el mercadillo de Londres colgada del cuello. Fotografío a un ni?o que sube y baja las escaleras de la Basílica del Sagrado Corazón y luego me quedo mirándolo hasta que él y sus padres se marchan.
No sé qué es lo que me impulsa a ir al cementerio de Père-Lachaise, pero pasear entre esas tumbas me entristece de una manera inesperada; el lugar es tan hermoso como melancólico. Cuando salgo de allí ya es tarde y cojo el metro. Compro un poco de pan y queso para cenar en la habitación que tengo alquilada. La casera vive justo enfrente, debe de tener unos noventa a?os, pero sube los escalones del edificio más rápida que yo.
Llamo a su puerta con los nudillos.
—Que veux-tu?
—Yo tengo que… irme, je me’n va…, eh…
—Quand pars-tu?
—Demain —anuncio.
—D’accord, pas de problème. Bonne nuit.
Después, me cierra la puerta en las narices. Admito que me gusta el carácter de los franceses. Son muy suyos, como creo que todos deberíamos ser.
En la habitación, meto el trozo de queso en el pan y me lo como distraída. A través de la minúscula ventana, contemplo los tejados de París y sé que es el recuerdo perfecto para mi última noche en la ciudad. Me fijo en las diminutas luces encendidas que parecen luciérnagas colgando de los edificios y pienso en toda la gente desconocida con la que comparto este espacio en el mundo. Siento entonces el mordisco de la soledad, pero es peque?o, casi amable. Al fin y al cabo, pasar tiempo con esta versión de mí es gratificante: entiendo mi peculiar sentido del humor, uno que es un poco sarcástico, me divierten mis ideas y me siento cada vez más cómoda en mi propia piel.
Estoy bien. Estoy conmigo.
59
Will
Llevo un par de semanas en casa de mis padres y todo parece tan perfectamente normal que resulta evidente que en breve algo romperá esa monotonía, porque así es la vida en general: una gráfica llena de picos y bajadas, y vuelta a empezar.
Estoy podando uno de los árboles del jardín cuando se me agota la paciencia y lanzo al suelo las tenazas. No están afiladas y el óxido se extiende por las hojas de metal; es imposible cortar las ramas más gruesas con eso, así que decido coger el Jeep y comprar una herramienta decente.
Se lo digo a mi madre, que está hablando por teléfono en el salón, y asiente distraída sin prestarme atención. Cojo la chaqueta y monto en el coche.
Dejo atrás el barrio residencial donde vivimos, pero no me interno en la ciudad, sino que avanzo hacia la gasolinera más cercana porque sé que allí venden utensilios de jardinería. Entro en el establecimiento y recorro los pasillos en busca de mi objetivo. El sitio es grande. Al final, como no lo encuentro, me acerco a uno de los reponedores que está agachado delante de las botellas de refrescos. Espero hasta que se gira.
Una mueca cruza su rostro antes de que consiga disimularlo.
Es George Dannis, lo sé porque solía ser el blanco de las bromas de Josh. En una ocasión, en la clase de Plástica, vació un tubo de pintura azul en su cabeza y las risas de casi toda la clase se extendieron alrededor. Recuerdo una sensación extra?a trepando por mi cuerpo: náuseas e incomodidad. Pero no hice nada. Permanecí al lado de Josh, fiel e inseparable, porque pensaba que estar en ese extremo era mejor que encontrarme en el otro. Casi me sentía… afortunado.