Mi relación con mis padres no siempre ha sido así. Hubo un tiempo en el que estuvimos muy unidos. Con ella tenía la suficiente confianza como para hablarle de cosas que la mayoría de los adolescentes no contaban a sus madres, íbamos al cine juntos algún domingo y al salir nos tomábamos un batido en un sitio que tenía un repertorio de sabores inimaginable. Con él las palabras escaseaban más, pero usábamos juntos el telescopio y lo escuchaba con atención cuando me hablaba del cielo o de los negocios familiares.
No recuerdo en qué momento esos afectos empezaron a romperse, pero probablemente fue cuando me marché a la universidad. Los veía menos, tan solo cuando regresaba unos días por Navidad o durante el verano, si no estaba de viaje. Conforme los a?os fueron pasando, la relación se desgastó. Cuando vivía en Nueva York y la pantalla del móvil parpadeaba porque me llamaba mi madre, siempre estaba haciendo algo más interesante que me impedía cogerlo en ese momento y me decía a mí mismo que la llamaría más tarde, pero la mitad de las veces la intención caía en el olvido.
Y luego llegó el accidente. El culmen de todas las decepciones.
Cuando el dinero que tenía en la cuenta disminuyó considerablemente por culpa de los costes del proceso judicial, mis padres se hicieron cargo de ello. Contrataron a los mejores abogados, asistieron a las reuniones con ellos y pelearon hasta el final, cuando pagaron la indemnización que se fijó para Josh.
La lógica dicta que el agradecimiento debería haberme convertido en un hijo mejor, más atento y cari?oso, pero ocurrió todo lo contrario. Me alejé. Arrastraba la vergüenza y la incomodidad del fracaso. Al verlos, esa sensación asfixiante se volvía más intensa. Así que hice lo más fácil: esconderme de todo lo que dolía, empezando por ellos.
Y, ahora, aquí estoy. En el punto de partida.
—Es tarde, Will —dice mi madre.
—Sí. —él mira por la ventana.
—Tu habitación sigue como la dejaste.
—Deberías quedarte —a?ade mi padre.
Ni siquiera intervengo, tan solo asiento con la cabeza y dejo que ellos lo organicen todo, aunque eso me recuerde la razón por la que me distancié. Sin embargo, aunque soy un adulto, por un momento resulta agradable sentir que otros toman las riendas y que no tengo que esforzarme para sobrevivir. Supongo que por eso la infancia es el periodo más feliz de la existencia, por la ingenuidad y la falta de responsabilidades.
Lo pienso cuando me dejo caer en la cama. Desde ahí veo la ventana de enfrente, esa por la que se asomaba Josh cada día. Trago saliva y me giro para darle la espalda. Tardo una eternidad en dormirme. Me encuentro raro en esa habitación que ya no siento como mía y me pregunto qué es lo que pretendo volviendo allí, pero no obtengo ninguna respuesta sólida a la que aferrarme. Recuerdo que en algún lugar leí que dudar es de valientes y, después, cuando las palabras se asientan en mi pecho, me quedo dormido.
Amanece un día lluvioso.
He dormido hasta tarde y, al bajar a la cocina, mi madre ya tiene algo en el horno que no alcanzo a distinguir y está sentada a la mesa con una taza de café.
—Buenos días, Will.
—Buenos días. —Me siento a su lado.
—?Te apetecen tostadas, un zumo, revuelto, salchichas…?
—Solo café, pero gracias.
Nos quedamos contemplando las gotas de lluvia que golpean el cristal de la ventana. El viento sopla con fuerza y zarandea los árboles del jardín.
—Hace un tiempo terrible, no deberías salir.
Asiento con aire distraído.
Y en ese momento comprendo que no voy a irme, que he vuelto para quedarme; no sé si durante unos días o unas semanas, soy incapaz de planificar algo más allá de las próximas horas, como si tuviese el cerebro entumecido y tan solo pudiese concentrarme en el aquí y el ahora. Así que eso es lo que hago. Presto atención a mi madre cuando me habla de unos vecinos nuevos que han llegado a la calle, el problema con la luz de la nevera (que prometo revisar cuando termine de desayunar) y la sorprendente noticia de que, por lo visto, mi padre está pensando en jubilarse.
—No tenía ni idea —le digo.
—Tampoco habláis mucho…
Reprime un suspiro y busca migajas del tama?o de un alfiler que va cazando con la punta del dedo índice. Tomo aire mientras la observo. Ya sabía que este momento llegaría: el de las explicaciones y las disculpas y las excusas…
—Lo siento, mamá…
—No, Will. No importa.
—Lo digo en serio. Debería haberos llamado más a menudo, pero… no podía. Estaba paralizado. Sigo paralizado —aclaro, y ella levanta la vista.
—Sabes que a nosotros no nos importa.
—?El qué? —pregunto confundido.
—Pues eso. Que estés paralizado. —Se estira el delantal y me mira con los ojos brillantes—. Te queremos igual. Eres nuestro hijo. Nuestro único hijo, Will.
Muevo la cabeza en una especie de asentimiento que se queda a medio camino. No sé si merezco todo este amor incondicional, no he hecho nada durante los últimos a?os para ganármelo, así que me cuesta decidir qué hacer con él.
Al final, termino aceptándolo.
Es fácil. Es… sencillo.
No he traído mucha ropa, pero sí la suficiente como para ir tirando. Tengo un par de libros en el coche que me dedico a releer por las noches durante los siguientes días. Las ma?anas las paso con mi madre. Me convierto en una persona de lo más extra?a que apenas reconozco y que se dedica a acompa?arla a hacer la compra, a ayudarla en la cocina y a reparar todos los peque?os desperfectos que hay en la casa, a pesar de que resultaría mucho más sencillo llamar a alguien especializado.
Al final de cada jornada coincido con mi padre. Compartimos un rato en el salón y nos ponemos al día sin entrar en detalles. No sé cómo, un día terminamos hablando de su jubilación, de que quiere disfrutar de los a?os que le quedan; quizá, viajar a Islandia a ver auroras boreales. Y a raíz de eso abrimos la caja de Pandora.
—Si quisieses mi puesto en la empresa… —empieza a decir—. Estoy seguro de que los demás socios lo aprobarían. Tendrías el voto de tu tío.
—Gracias, papá, pero creo que no.
Quizá en otro momento hubiese aceptado. Es el pasaporte hacia un futuro cómodo: un buen empleo muy bien pagado. Pero no creo que sea para mí.