El mapa de los anhelos

Lena abre la puerta.

Lleva el pelo igual que la última vez que nos vimos, una melena casta?a hasta media espalda. Tiene puestas las gafas, aunque jamás sale de casa con ellas porque fuera usa lentillas, y la redondeada barriga destaca en su cuerpo menudo.

—Vaya… —digo—. Estás estupenda.

—Anda, pasa. —Suspira hondo.

La casa no está tan intacta como el edificio. El cambio más evidente es que algunos muebles ya no están, imagino que los que Lena ha decidido llevarse a su nuevo apartamento, pero hay peque?os detalles materiales de la historia que compartimos juntos. El cuadro del pasillo lo compramos en una galería de arte en Brooklyn, la alfombra granate del salón la elegí yo y decidimos renovar los radiadores que ahora permanecerán en este piso para que otras personas los disfruten. Resulta curioso el rastro inevitable que los humanos dejamos a nuestro paso. Es como caminar por la nieve: siempre hay huellas.

—Tus cosas están por ahí. —Se?ala al fondo de una habitación en la que ha ido almacenando trastos aleatorios; entre ellos, los míos.

—Gracias por guardarlo todo, Lena.

—Ya. Yo… —Se frota el brazo—. No estaba segura.

Me giro hacia ella. Su incomodidad resulta tan palpable que por un instante me inmoviliza, pero luego recuerdo lo que ocurrió e imagino por lo que debió de pasar. La veo hablando con sus exigentes padres y contándoles la situación. La veo cancelando la cita en la iglesia, los encargos de flores, el banquete, el vestido y todo lo demás. La veo dando las explicaciones que yo no tuve que dar porque en mi cabeza la ciudad de Nueva York y todo lo que dejé allí sencillamente dejaron de existir. La enterré.

—Lena… —Tengo la voz ronca.

—No es necesario que digas nada. Tú solo… revisa las cosas, por favor. Mis padres quieren alquilar el apartamento el próximo mes, así que…

—Claro.

Ella asiente y se aleja por el pasillo.

Entro en la habitación y les echo un vistazo a mis antiguas pertenencias, pero tan solo es una manera de hacer tiempo, porque sé que no voy a llevarme nada. Hay una carpeta con informes y recuerdo algunos casos en los que trabajé cuando los reviso por encima; no sé exactamente qué me deparará la vida, pero sí sé que sigue gustándome el derecho y creo que, ahora que por fin estoy poniendo orden, debería rescatar lo poco valioso que todavía queda de esa versión del pasado, como lo que estudié.

Salgo de allí diez minutos después sin haberlo visto todo.

Lena está en el salón, sentada en una silla de líneas modernas, con la vista clavada en una chimenea que es tan solo de atrezo. Todo su cuerpo parece estar en tensión. Cojo aire y la rodeo para plantarme frente a ella. Se sobresalta al verme.

—?Ya has acabado? —pregunta.

—Sí. Tíralo todo. O dónalo. Lo que quieras.

—?Todo? —Se pone en pie—. Hay ropa, cosas de valor y…

—En realidad solo quería venir aquí para decirte que lo siento.

Lena parpadea con incredulidad y luego se lleva una mano a los ri?ones como suelen hacer las embarazadas. Me azota la idea de que este podría haber sido mi futuro si todo hubiese seguido según lo planeado y resulta extra?o estar plantado delante porque tengo la sensación de haber vivido varias vidas; quizá todos lo hagamos, probablemente cada persona tenga cientos de ?lo que podría haber sido y no fue?.

—?Has cogido un avión a Nueva York para decirme esto?

—Supongo que sí. —Tomo aire y sacudo la cabeza—. Mira, fui un imbécil. Tú eras increíble y yo…, bueno, digamos que no estuve a la altura.

—No voy a discutírtelo.

Nos miramos fijamente unos segundos mientras a ella se le empa?an los ojos de lágrimas. La veo luchar en vano por evitar llorar delante de mí. Cuando me acerco, se aparta. Respira hondo e intenta serenarse.

—Estaba enamorada de ti —susurra—. Y fue… duro.

—Lo siento muchísimo, Lena. Si pudiese volver atrás… —No le digo que lo nuestro estaba destinado a fracasar de una manera u otra, pero creo que lo entiende. Sin embargo, sí cambiaría todo lo demás. Lo que le hice. Cada acto egoísta.

Se encoge de hombros y se limpia las lágrimas.

—En fin, supongo que, de haber seguido contigo, nunca habría conocido al futuro padre de mi hija. Fue el tipo con el que tuve que discutir acaloradamente al anular la reserva de la finca rústica del convite. Una cosa llevó a la otra…

—Vaya. —Sonrío.

—Sí, vaya. Mi padre lo odia.

—Eso solo puede significar que estás con el hombre adecuado.

Se le escapa una sonrisa peque?a y después suspira y me mira.

—Siempre tuviste el don de salirte por la tangente.

—En realidad, estoy intentando ir en línea recta.

—Es un primer paso.

No tenemos mucho más que decirnos. Lena me acompa?a a la salida y volvemos a mirarnos en silencio. Los dos sabemos que será la última vez que lo hagamos.

—Cuídate —susurro.

—Tú también, Will.

El chasquido de la cerradura resuena en el pasillo vacío y marca el final definitivo de nuestra historia juntos y, en parte, de mi vida en Nueva York. Mientras el ascensor desciende los diecisiete pisos que me separan del suelo, me siento más ligero. Cuando salgo a la calle, a pesar de estar rodeado por rascacielos, tengo la sensación de flotar.

Grace tenía razón.

Para continuar adelante, uno debe cerrar las puertas que ha ido dejando abiertas; de lo contrario, corres el riesgo de enfrentarte a corrientes de aire imprevistas.

El peso disminuye conforme avanzo. Las emociones más oscuras se diluyen como acuarelas aguadas. El futuro se dibuja raro e incierto, pero lleno de posibilidades.

Siguiendo la tradición anual, la ciudad ha empezado a vestirse con adornos navide?os; los escaparates compiten entre ellos por llamar la atención de los visitantes, el cielo encapotado anuncia lluvia o, quizá, si cae al anochecer, termine nevando. El frío es intenso, pero, lejos de molestarme, me satisface poder sentirlo mordiéndome la piel.

Estamos a finales de noviembre y, por primera vez en mucho tiempo, sé exactamente hacia dónde me dirijo.





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