El libro del cementerio

—Tengo que coger el autobús —respondió Scarlett, y siguió andando colina arriba hacia la parada del autobús, sin mirar atrás.

 

Nad iba a su lado, pero incluso a Scarlett le costaba verlo; en la penumbra del atardecer, parecía un reflejo producido por la calima, o una hoja recién caída de un árbol que, por un momento, podía haber parecido la silueta de un ni?o.

 

—Acelera —le dijo Nad—, todos te están mirando. Pero no corras.

 

—?Quiénes son esos tipos? —preguntó Scarlett en voz baja.

 

—No lo sé. Pero hay algo raro en ellos; como si no fueran del todo humanos. Necesito volver y escuchar lo que dicen.

 

—Pues claro que son humanos —dijo Scarlett, y continuó caminando colina arriba tan deprisa como podía, pero sin correr. Ya no estaba segura de si Nad seguía a su lado o no.

 

Los cuatro hombres seguían esperando frente a la puerta del número 33.

 

—Esto no me gusta nada —dijo el más fuerte, el de la cabeza grande.

 

—?No le gusta nada, se?or Tar? —ironizó el del cabello plateado—. A ninguno nos gusta. Nada de esto va como debería.

 

—Hemos perdido la comunicación con Cracovia; no contestan. Y después de lo de Melbourne y Vancouver… —dijo el del bigotillo—. Al parecer, ya sólo quedamos nosotros.

 

—Silencio, se?or Ketch —dijo el hombre del cabello plateado—. Estoy pensando.

 

—Lo siento, se?or —dijo el se?or Ketch, y se acarició el bigote con un enguantado dedo mientras lanzaba furtivas miradas hacia la colina y silbaba.

 

—Deberíamos seguirla —dijo el se?or Tar.

 

—Pues yo creo que deberíais escucharme a mí —replicó el hombre del cabello plateado—. He pedido silencio. Y silencio significa silencio.

 

—Disculpe, se?or Dandy —dijo el hombre rubio.

 

Todos guardaron silencio. Y en medio del silencio, oyeron golpes que parecían venir del piso superior de la casa.

 

—Voy a entrar —anunció el se?or Dando—. Se?or Tar, usted venga conmigo. Nimble y Ketch, coged a la chica y traedla aquí.

 

—?Viva o muerta? —preguntó el se?or Ketch, con una sonrisilla petulante.

 

—?Viva, pedazo de imbécil! —respondió el se?or Dandy. Quiero averiguar qué sabe.

 

—Quizá sea una de ellos —sugirió el se?or Tar—. Me refiero a los que acabaron con nosotros en Vancouver, en Melbourne y…

 

—?Traedla! —lo interrumpió el se?or Dando—. ?A qué estáis esperando?

 

El vikingo y el hombre del bigote salieron corriendo colina arriba, mientras que el se?or Dandy y el se?or Tar se quedaron frente a la puerta del número 33.

 

—?Derríbala! —ordenó el se?or Dandy.

 

El se?or Tar apoyó un hombro contra la puerta y empujó con todas sus fuerzas.

 

—Está reforzada. Tiene algún tipo de protección. No sé si seré capaz de derribarla.

 

—Cualquier Jack puede deshacer lo que ha hecho otro Jack —sentenció el se?or Dandy y, tras quitarse un guante, colocó sobre la puerta la mano desnuda y murmuró unas palabras en una primitiva y arcana lengua—. Inténtelo ahora.

 

Tar se apoyó contra la puerta y empujó. Esta vez, la puerta cedió y se abrió.

 

—Buen trabajo —dijo el se?or Dandy.

 

A todo esto, oyeron un ruido en el ático de algo que se rompía.

 

Se tropezaron con el hombre Jack en mitad de la escalera. El se?or Dandy le dedicó una amplia sonrisa, que dejó al descubierto su perfecta dentadura.

 

—Hola, Jack —Frost lo saludó—. Creí entender que ya tenías al ni?o.

 

—Y lo tenía, pero se ha escapado.

 

—?Otra vez? —La sonrisa de Jack Dandy era cada vez más amplia, más cruel y más perfecta—. Una vez es un simple error, Jack; dos, es un desastre.

 

—Lo cogeremos —afirmó el hombre Jack—. De esta noche no pasa.

 

—Más te vale —advirtió el se?or Dandy.

 

—Habrá vuelto al cementerio —dijo el hombre Jack.

 

Y los tres echaron a correr escaleras abajo.

 

El hombre Jack olfateó el aire; el olor del chico le había impregnado las fosas nasales, y sintió un escalofrío.

 

Tenía la sensación de que esto mismo le había pasado hacía ya muchos a?os. Se detuvo y cogió el abrigo negro del perchero del recibidor; estaba colgado junto a la chaqueta de mezclilla y la gabardina beige del se?or Frost.

 

La puerta principal estaba abierta, y empezaba a oscurecer. Esta vez, Jack sabía exactamente adonde ir. Sin pensárselo más, salió de la casa y echó a andar hacia el cementerio de la colina con paso decidido.

 

Al llegar, Scarlett se encontró con que las puertas del cementerio estaban cerradas y tiró de ellas con desesperación, pero tenían puesto ya el candado. Y entonces vio a Nad a su lado.

 

—?Sabes dónde se guarda la llave? —le preguntó.

 

—No hay tiempo para eso —replicó Nad, y se acercó a las puertas de hierro—. Agárrate a mí rodeándome con los brazos.

 

—?Cómo?

 

—Tú pégate a mí y cierra los ojos.

 

Scarlett se lo quedó mirando fijamente, como desalándolo, y luego se apretó contra su cuerpo y cerró los ojos con fuerza.

 

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